lunes, 22 de noviembre de 2010

UNA VISIÓN CLARA SOBRE LA LITURGIA


Monseñor Guido Marini, es el maestro de Ceremonias Pontificias del Santo Padre, con seguridad muchos de ustedes lo han reconocido por su participación en las celebraciones pontificias, en las que en cumplimiento de su ministerio, se lo ve acompañando al Santo Padre Benedicto XVI. Recientemente ha sido entrevistado por “Gaudium Press”, refiriéndose a varios temas entre los que se destaca su afirmación acerca de la importancia de amar la liturgia y vivirla con fidelidad a las indicaciones de la Iglesia.
GP -¿Cómo es que la Iglesia católica entiende la liturgia después del Concilio Vaticano II? ¿Cuál es el sentido, el corazón de la liturgia? El Santo Padre durante su reciente viaje a Inglaterra, en la Catedral de Westminster habló sobre la dimensión del sacrificio.
Creo que hay dos aspectos de la celebración eucarística donde uno debe estar unido al otro. Porque, como se dice también en los documentos del magisterio, la Misa es la renovación del sacrificio del Señor y, al mismo tiempo, es también el momento, el lugar en el cual este sacrificio se comunica a nosotros a través de la señal de la convicción. Por eso creo que hay dos elementos, ambos fundamentales para la comprensión de la celebración eucarística. Creo también que la dimensión sacrificial es una dimensión de fundación. Porque si no existiera el sacrificio redentor, no existiría ni la posibilidad de comunicar este sacrificio y así entrar en comunión con la salvación, la cual nos fue dada por nuestro Señor Jesús. Pienso que esto es la visión que la Iglesia nos transmite a través de su enseñanza, y que nos lleva al corazón auténtico de la liturgia.
GP - El Santo Padre se refiere también a la cuestión de la justificación. Siempre hablando sobre liturgia, ¿De qué forma la Iglesia Católica presenta el tema de la justificación en Cristo?
En el ámbito de la liturgia, justamente porque repropone, presenta, actualiza el misterio de la salvación, esto es, del Señor que murió y resucitó por nosotros, se presenta también como el momento de la justificación de la humanidad y del hombre. Porque nosotros sabemos que el hombre es salvado justamente en virtud de este misterio de muerte y resurrección. Claro que después cada uno se debe apropiar personalmente, subjetivamente, de esta justificación que fue dada. Entonces me parece que los dos aspectos son importantes, ambos fundamentales de la participación en la liturgia. Por una parte viene un don, que es el don de la salvación, y por tanto el misterio que se renueva. Por otro, este don debe ser, sin embargo, acogido en la vida de cada uno y debe tornarse vida de la vida. Entonces, hay siempre esta relación entre don y responsabilidad, justificación dada y justificación acogida en la propia vida.
GP - El entonces profesor Ratzinger en sus escritos habla en la reforma, sobre la reforma de la liturgia. ¿Cómo ve usted esta exigencia de las reformas, de los cambios en la liturgia? De hecho, algunos cambios ya fueron introducidos por el Santo Padre Benedicto XVI.
Cuando a veces se habla y se usa este término "reforma de la reforma", se arriesga a ser "mal entendido". Porque no todos lo entienden de la misma manera y no todos lo captan del mismo modo. Creo que, además de las frases hechas, aquello que es importante, es que la reforma que el Concilio Vaticano II inició sea efectivamente realizada de modo completo según las enseñanzas del Concilio, que colocan la liturgia en una continuidad con toda su tradición en el mismo tiempo con el criterio de desarrollo orgánico. Como debe ser siempre en la vida de la Iglesia. La actuación práctica de la reforma después del Vaticano II no está siempre feliz. Exactamente, por esto, es que tal vez sea necesario hacer alguna corrección, algún cambio, alguna mejoría, justamente para actuar de modo completo a las indicaciones del Concilio y hacerlas de forma que parezca cada vez más claro con el desarrollo de la liturgia de la Iglesia, y se ubique en orgánica continuidad con la que la precedió.
GP - Una de las indicaciones del Concilio Vaticano II, no realizada en la práctica, fue el deseo de un movimiento litúrgico dentro de la Iglesia, principalmente en Alemania y Francia. ¿Ahora cómo se ve esta exigencia en la pastoral litúrgica?El propio Papa, todavía cardenal, había deseado un renovado movimiento litúrgico que pudiese crear las condiciones, las bases, para el desarrollo interior, la profundización de la vida litúrgica de la Iglesia. Así como fue antes del Concilio Vaticano II. Aquí también hay diversos modos de ver, de extender las relaciones entre el movimiento litúrgico, antes del Concilio, con este movimiento litúrgico que continúa con el interés de que sea más significativo, tal vez renovado. Creo que la vida litúrgica de la Iglesia conoce un florecimiento, siempre que hay un terreno que sea capaz de hacer florecer. Entonces creo que es importante el amor a la liturgia, y también el vivir la liturgia con fidelidad a las indicaciones de la Iglesia, a fin de tornarse, de algún modo, aquel gran movimiento litúrgico que después puede traer frutos para la vida litúrgica de la Iglesia.
GP - El Santo Padre durante su audiencia general del 29 de septiembre dijo que "La Liturgia es una gran escuela de espiritualidad". ¿Qué quería decir el Santo Padre?
Creo que él quería decir que la espiritualidad cristiana nace de la liturgia y crece con la liturgia. Pienso que no es imaginable la espiritualidad fuera del contexto litúrgico. Justamente, porque es de la liturgia, es que nosotros obtenemos la gracia que nos salva, y es en la liturgia que nosotros crecemos dentro de esta gracia que nos salva. Nosotros encontramos al Señor vivo, presente en la Iglesia, operante en su Iglesia de modo más alto, justamente en la liturgia. Entonces, si esto faltase, de verdad faltaría la fuente, la fuerza para cualquier espiritualidad. Una verdadera vida espiritual, un crecimiento de la vida espiritual, un camino íntimamente espiritual, sólo es posible en relación con la liturgia.
Fuente: Gaudium Press.

viernes, 19 de noviembre de 2010

EL LENGUAJE DE LAS MANOS

recomiendo, si puedo hacerlo, seguir esta serie de textos referidos a la liturgia. Si usted es especialista en el tema, le será de utilidad,aunque ya los conozca. Si es un miembro bautizado en la Iglesia Católica, aprenderá algo que le es propio. Si es un miembro comprometido, conocerá la riqueza de la liturgia y lo animará a participar con más provecho en las celebraciones. Si forma parte de un equipo o grupo de liturgia en su parroquia, aprovéchelo y coméntelo en alguna reunión. A todos mis saludos cordiales en Cristo y María.
El hombre de hoy—también el cristiano—parece que tiene cierta dificultad en expresar con gestos sus sentimientos religiosos.No le cuesta tanto "decir" su oración, expresarla con palabras o concantos. Pero a veces—tal vez por influencia de su entorno secularizado—siente un poco de pudor si se le invita a elevar los brazos o juntar las manos o hacer una genuflexión.
Sin embargo, nuestra oración, sobre todo en la celebración litúrgica,sólo es completa y expresiva cuando el gesto y la acción se unen a la palabra. Todo el cuerpo se convierte en lenguaje: los ojos que miran, las posturas del cuerpo, el canto, el movimiento, las manos...Las manos hablan
Las manos son como una prolongación de lo más íntimo del ser humano. Representan una admirable fusión del cuerpo y del espíritu. A veces unidos a la palabra, y otras veces sin ella, los gestos de una mano pueden expresar, con su lenguaje no-verbal e intuitivo, una idea,un sentimiento, una intención. Y lo hacen con elocuencia.
En nuestra vida social todos llegamos a entender la "gramática"de unas manos que se tienden para pedir, que amenazan, que mandan parar el tráfico, que saludan, que se alzan con el puño cerrado, que hacen con los dedos la V de la victoria, que cogen en silencio la mano de la persona amada, que se tienden abiertas al amigo, que ofrecen un regalo, que dibujan en el aire una despedida...
El gesto de una mano no sólo subraya o indica una disposición interior,no solo es "instrumento" para que otros conozcan mi intención o mi sentimiento. El gesto—la mano misma—de alguna manera "realiza" ese sentimiento y esa voluntad íntima. Es algo integrante de mi expresividad total, con o sin palabras.
También en la oración o en la celebración litúrgica, el lenguaje de unas manos que se elevan al cielo o se tienden al hermano es el discurso mas expresivo que en un momento determinado podemos pronunciar.La mano poderosa y amiga de Dios
Cuando la Biblia quiere simbolizar el poder creador de Dios o sus hazañas salvadoras o su cercanía de Padre, muchas veces recurre a la metáfora de sus manos.
Todo el mundo creado es "la obra de sus manos" (Ps 18,2) Pero también lo es toda la serie de intervenciones en la historia de la salvación en favor de lo suyos: "Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido" (Dt 26,8); "ha desnudado Yahvé su santo brazo a los ojos de todas las naciones" (Is 52,10). Es la imagen magistral que Miguel Ángel nos dejó en la Capilla Sixtina con la escena de la creación de Adán: el brazo y el dedo de Dios extendido en un gesto creador.
Es el símbolo del poder y de la acción. Pero también de la amistad: alargué mis manos todo el día hacia mi pueblo" (Is 65,2). O, como dice la Plegaria Eucarística cuarta del Misal: "compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca".
Así pudo Lucas resumir la acción salvadora de Dios en las expresiones del Magníficat y del Benedictus: "desplegó la fortaleza de su brazo,dispersó a los soberbios" (1,51), arrancándonos "de la mano de los enemigos" (1,71). Y sobre el Bautista, ya desde su niñez: "la mano del Señor estaba con él" (1,66).
Hablar así de la mano de Dios es el que salva, el que da, el que ejerce su poder, el que siempre está cerca para tender su mano.Las manos del orante
También en la dirección contraria—desde nosotros hacia Dios—los brazos y las manos pueden expresar muy bien la actitud interior y convertirse en símbolos de la oración. a) Los brazos abiertos y elevados han sido desde siempre una de las posturas más típicas del hombre orante.

BRAZOS/ABIERTOS: Son el símbolo de un espíritu vuelto hacia arriba,de todo un ser que tiende a Dios: "toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote" (Ps 62,5); "suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Ps 140,2).Unos brazos elevados, unas manos que tienden a lo alto, son todo un discurso, aunque digan pocas palabras. Pueden ser un grito de angustia y petición, o una expresión de alabanza y gratitud.
A los Santos Padres les gustaba comparar esta actitud del orante con la de Cristo en la Cruz. Al cual, a su vez, veían prefigurado ya en la famosa escena de Moisés, orando intensamente a Dios en favor de su pueblo que luchaba contra Amalec (Ex 17): cuando lograba mantener sus brazos elevados, Israel llevaba las de ganar. Figura expresiva de un Cristo que intercede por la humanidad en la Cruz y consigue para todos la Alianza nueva. El que ora con los brazos abiertos y elevados es visto en esta misma perspectiva: "si statueris hominem manibus expansis,imaginem crucis feceris" (si colocas a un hombre con sus manos extendidas, tienes la figura de la cruz: Tertuliano, Nat. 1,12,7).
La primera Plegaria de la Reconciliación habla de Cristo en la Cruz:"antes de que sus brazos extendidos dibujaran entre el cielo y la tierra el signo imborrable de tu Alianza...".
El orar en esta postura tiene un tono expresivo no sólo de petición por sí mismo, sino de intercesión por los demás.b) Las palmas de las manos hacia arriba: ésta es la postura que se suele encontrar en muchas imágenes antiguas del orante.
Manos abiertas, que piden, que reconocen su propia pobreza, que esperan, que muestran su receptividad ante el don de Dios.
Manos abiertas: lo contrario del puño violento o de las manos cerradas del egoísmo.
Un cristiano que se acerca a comulgar y recibe el Pan de la Vida con la mano extendida, "haciendo a la mano izquierda trono para la derecha,como si fuera ésta a recibir a un rey", como ya en el siglo cuarto describía el rito S. Cirilo de Jerusalén, está dando a su gesto un simbolismo de fe muy expresivo.
c) Las manos unidas: palma contra palma, o bien con los dedos entrelazados. Es una postura que parece que no se conocía en los primeros siglos, y que puede haberse introducido por influencia de las culturas germánicas. Aunque en el Oriente es también muy conocida.Es la actitud de recogimiento, de la meditación,de la paz. El gesto de uno que se concentra en algo, que interioriza sus sentimientos de fe. Lapostura de unas manos en paz, no activas, no distraídas en otros menesteres mientras ora ante Dios.
Naturalmente, la postura de unas manos puede ser sólo algo exterior,sin que responda a la actitud interior. Sería merecedora de la queja deDios: "no me agrada cuando venís a presentaros ante mí... y al extender vosotros vuestras palmas me tapo los ojos por no veros" (Is 1,11.15).Es la sintonía entre la actitud del alma y la de las manos la que puedeexpresar en plenitud los sentimientos de un cristiano en oración: "que los hombres oren en todo lugar, elevando hacia el cielo unas manos piadosas" (1 Tim 2,8).Las manos del presidente de la celebración
El que más elocuencia debe tener en sus manos, durante la celebración cristiana, es el presidente. Su misma actitud corporal y los movimientos de sus brazos y de sus manos pueden ayudar a todos a entrar mejor en el Misterio que se celebra.
Un presidente, de pie ante la comunidad y ante Dios, con los brazos abiertos y las manos elevadas, proclamando la plegaria común,ofreciendo, invocando; un presidente que saluda con sus manos y sus palabras a la comunidad reunida, que la bendice, que le da la Eucaristía: es él mismo un signo viviente, que a la vez representa a Cristo y es el punto de unión y comunicación de toda la comunidad celebrante.

Muchos de sus gestos no le pertenecen: no son expresión sin más de sus sentimientos en ese momento, sino que están de alguna manera"ritualizados", porque son signo de un Misterio —tanto descendente como ascendente—que no le pertenece, sino que es de toda la Iglesia. Pero él da al rito su sentido vital, haciéndolo con elegancia, con pausa, con expresividad, con convicción. Sus manos son prolongación en este momento de las de Cristo: que tomó el pan "en sus santas y venerables manos" (como dice la Plegaria primera del Misal), lo partió y lo dio
El presidente expresa también con sus manos la comunión con la asamblea, la dirección vertical hacia Dios, su propio compromiso de orante. Cuando se lava las manos, antes de empezar la Plegaria Eucarística, esta dando importancia al simbolismo que esas manos tienen, consciente de su debilidad, hace ante todos un gesto penitencial,porque no se siente digno, ni ante Dios ni ante la comunidad, de elevar esas manos en nombre de todos hacia Dios.Manos que ofrecen
Hay unos momentos particularmente expresivos: cuando las manos del presidente se elevan con el pan y el vino.

Son tres estos gestos en la celebración de la Eucaristía:a) cuando en el ofertorio el sacerdote presenta el pan y el vino, elevándolos un poquito sobre el altar; este momento no tiene todavía mucha importancia: las palabras que los acompañan, el Misal supone que normalmente se dicen en secreto (aunque es facultativo que se digan en voz alta); es un gesto de presentación, no tanto de ofrecimiento: el ofrecimiento verdadero vendrá después, cuando ese pan y ese vino se hayan convertido en el Cuerpo y la Sangre del Señor; b) en la consagración, después de pronunciar sobre cada uno de los dones las palabras de Cristo, el sacerdote los eleva un poco,mostrándolos a los fieles; es un gesto que se introdujo a principios del siglo XIII, con la intención de favorecer que los fieles "vieran" la Eucaristía; y como el sacerdote estaba de espaldas, tenía que elevar los Dones de una manera notable; ahora esta elevación no es necesario que sea tan pronunciada: no tiene todavía el sentido de ofrecimiento, sino de"mostración" u ostensión al pueblo;c) y por fin el momento culminante, cuando al final de la Plegaria Eucarística, mientras proclama la "doxología" ("por Cristo, con El y en El..."), el sacerdote eleva el Cuerpo y la Sangre de Cristo—esta vez los dos juntos, uno en cada mano—hacia Dios, a quien dirige "todo honor y toda gloria"; es la "elevación" más antigua y la más importante, y la que con mayor énfasis debe hacer el presidente: precisamente por ese Cristo que tiene en las manos es como la comunidad rinde a Dios el mejor homenaje de adoración.La jerarquía entre estos tres gestos de elevación se ve claramente enel Misal, que ha cuidado los términos en cada caso:—en el ofertorio, el sacerdote "tiene la patena con el pan y la sostieneun poco elevada sobre el altar" (aliquantalum elevatam: un poquito elevada),—en la consagración "toma el Pan y teniéndolo un poco elevado sobre el altar (parum elevatum: un poco elevado), lo muestra al pueblo...",—mientras que en la doxología final, toma "la patena con la Hostia, y el cáliz, y elevando ambos (utrumque elevans) dice...".El momento en que más solemnemente ofrecemos a Dios nuestro mejor don—que es a la vez el suyo, el Cuerpo y Sangre de Cristo—es éste al final de la Plegaria.Una asamblea no maniatada
Durante los primeros siglos los fieles imitaban la postura y los gestos del presidente: oraban de pie, mientras escuchaban la Plegaria Eucarística, y en determinados momentos elevaban también sus brazos alcielo. Con ello seguían la tradición bíblica ("y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: amén, amén", Neh 8,6) y la postura normal de la oración.
Más tarde cambiaron las cosas, porque a partir del siglo XI se fue generalizando la postura de rodillas para los fieles, mientras el presidente quedaba en pie. Y los movimientos de brazos se reservaron a éste.
Ahora, en la celebración eucarística, la asamblea tiene contados movimientos con sus manos: la señal de la cruz, los golpes de pecho,extender su mano para la comunión, dar la mano o el brazo en el momento de la paz...
Sería interesante que, al menos en celebraciones de grupos o en circunstancias especialmente festivas, las manos de la asamblea tambiénse liberaran para utilizar su lenguaje de fe. No es nada extraño que en el Vaticano los fieles aplaudan, o que en Lourdes desplieguen antorchas, o en momentos muy festivos (como el final de la Asamblea diocesana deBarcelona) agiten banderas de colores, o que reciten el Padrenuestro con los brazos elevados al cielo...
En la nueva edición del Misal italiano (1983) se dice expresamente de todos los fieles: "durante el canto o la recitación del Padrenuestro, sepueden tener los brazos ex tendidos; este gesto, oportunamenteexplicado, se haga con dignidad en clima fraterno de oración".
La liturgia también pasa por las manos.
Unas manos que dan, que ofrecen, que reciben, que muestran, que piden, que se elevan hacia Dios, que se tienden al hermano, que trazan la señal de la cruz...
Es bueno que haya sencillez, sobriedad y gravedad en la celebración.Pero no lo es que las manos queden como atrofiadas e inexpresivas. No hace falta llegar al éxtasis y a la teatralidad. Pero tampoco es propio de la celebración cristiana que todo lo encomendemos a las palabras, y no sepamos utilizar—sobre todo los ministros—el lenguaje corporal.
Ya sé que todo gesto presenta la tentación de dejar satisfecho por su sola ejecución, y no preocuparse por su contenido humano o espiritual.
Pero una recta educación al gesto litúrgico, y una motivación de cuando en cuando recordada, pueden llevar a que sean algo más que movimientos rituales sin sentido.

Gestos bien hechos, reposados, en sintonía con la riqueza interior de fe: gestos dirigidos a Dios, gestos dirigidos a los hermanos. Gestos no vacíos, o simplemente porque están mandados, sino llenos, auténticos.
Autor: José Aldazabal.
Fuente: mercabá.org

miércoles, 15 de septiembre de 2010

EL LECTOR, PROCLAMADOR DE LA PALABRA




te presento este trabajo que he utilizado con éxito en muchos encuentros de preparación de lectores para la celebraciones litúrgicas. Espero que te sea de utilidad al momento de servir a tus hermanos en el ministerio del lector. 1. Proclamación de la Palabra. ¿Cómo debo leer la Sagrada Escritura en público? ¿Cómo mantengo mi seguridad y sinceridad al proclamar? ¿Cómo puedo leer naturalmente y, a la vez, proyectar la voz hacia toda la asamblea? La bendición que el obispo y el sacerdote da al diácono antes que éste proclame el evangelio, puede servir como respuesta a las preguntas anteriores. “El Señor esté en tu corazón y en tus labios para que anuncies digna y competentemente su santo evangelio”

2. Lee las tres lecturas. El evangelio nos da muy a menudo una idea de cómo debe leerse la primera lectura. Lee también los comentarios que tengas a mano. En estos encontrarás ideas para ayudarte a interpretar mejor lo que vas a leer. Cada vez que reces en la semana, relaciona tu oración con las lecturas que proclamarás el domingo. Recuerda que proclamar la Palabra es un ministerio. 3. Hazte transparente. Estos apuntes quieren ayudarte a fin de afirmar y resaltar tu capacidad interpretativa. Pero esto no quiere decir que la atención del oyente en la asamblea ha de estar dirigida hacia ti, porque lo más importante es la Palabra que proclamas. Como la música bella, la proclamación bien hecha es un arte. Los mejores actores aspiran a la “transparencia”, es decir, a perderse detrás del papel que interpretan. El mejor actor se destaca de los demás en cuanto que, durante su actuación, el público no le ve a él sino al personaje que interpreta, a esto se refiere el término “transparencia”. Y esa debe ser tu actitud como lector, meta que alcanzarás si empleas correctamente las técnicas de la interpretación, en vez de ignorarlas. Un lector tedioso o desaliñado, incapaz de diferenciar entre los personajes que interpreta, que lee con un ritmo demasiado acelerado o lento, desganado, que no sabe resaltar las descripciones más hermosas de un pasaje, que adopta un tono “monótono”, sin variar la voz para culminar una inflexión descendente o seguir adelante con un tono ascendente cuando es necesario, que no hace las pausas adecuadas, ese lector llama la atención hacia si mismo, ese lector es como una pared. La asamblea ve exclusivamente su persona y no puede ver más allá, en cambio, el lector verdaderamente comprometido, que emplea las técnicas más efectivas para darle vida a la lectura, es una ventana por la cual la asamblea puede ver más allá de lo inmediato. La asamblea puede seguir viendo la presencia del lector pero se olvida de ella y entra en el mundo que éste, con su voz, ha dibujado para ella. 4. El énfasis. No todas las palabras tienen el mismo valor. Algunas son más importantes que otras. Ciertas palabras expresan un sentimiento con mayor intensidad o están cargadas de emoción. Debes descubrir las palabras clave de una oración, las que trasmiten el significado de una frase. Estas expresan la acción y el efecto o resultado de algo. Los sustantivos son de suma importancia. Los adjetivos y los adverbios son palabras descriptivas que aportan color a la frase. En castellano ponemos más énfasis en los adjetivos, que ayudan a resaltar el sentido de la frase y aclarar el mensaje del autor. El contexto de la frase determina dónde se pone el énfasis, pero también es importante que se siga el ritmo natural de la frase y que se dé a las palabras un énfasis acorde con el ritmo natural. Ejemplo: “Hablen a Jerusalén, hablen a su corazón”, sigue el ritmo natural de la frase y respeta la variedad. Las preposiciones no reciben énfasis por lo general, a menos que se esté tratando de subrayar una dirección o marcar un tiempo. Puedes modificar el énfasis cuando consideres necesario, pero asegúrate de entender bien lo que estás haciendo. Es verdad que no existe una manera exclusiva de acentuar un texto. Proclamarás con más éxito cuando respetes la intención del autor, dándole actualidad a las palabras y preservando, a la vez, su significado original. 5. Palabras cuyo sonido refleja el significado. Estas palabras exigen un énfasis especial. El sonido de ciertas palabras, como: “brotará”, “se burlaron”, “desolado”, refleja su significado; el autor las ha elegido para expresar con más fuerza cierto sentimiento particular. Respeta la función de estas palabras. No se lee de la misma manera: “para enfrentar esta angustia”, que para enfrentar esta preocupación”. 6. Unidades de pensamiento. Muchas oraciones expresan más de una idea. Cuando se juntan muchas palabras, es fácil que el sentido de la oración se vuelva borroso y que las ideas no se puedan distinguir unas de otras. La puntuación guía el ojo del lector, no el oído, y a veces no indica correctamente qué palabras han de leerse en grupo y qué palabras o frases hay que separar con una pausa. Como lector, debes fijarte en esas unidades de pensamiento y emplear la voz de manera que se note la diferencia entre ellas. El oyente depende totalmente de ti y de la manera que organizas las ideas. 7. Pausas. Todas las pausas no tienen el mismo valor. Las pausas no son momentos “muertos”. Hay pausas que sirven para crear anticipación, crean un silencio que dice: “algo va a pasar”. Las pausas te ofrecen la oportunidad de conectar lo que acabas de leer con el pensamiento que sigue. Cuando llegues a una pausa, piensa que en su lugar hay una palabra o frase conjuntiva, como: “y entonces” o “sin embargo” u otra frase que se aplique al contexto. Sólo la práctica te permitirá determinar cómodamente la extensión de las pausas y llenarlas correctamente. Más pausas de las necesarias resultan una lectura irregular, cortada, mientras que pocas pausas provocan amontonamiento de palabras que pueden resultar incomprensivas. Haz siempre una pausa alargada después de decir: “Lectura de….”, y lo mismo al finalizar el texto y antes de decir “Palabra de Dios”. Esta última frase es muy importante y debe decirse con la mayor expresividad. 8. Alargamiento y continuación. Normalmente, al final de la frase, se hace una pausa que va acompañada de una entonación descendente, es decir: se baja la voz en un tono que indica final o conclusión: p.ej. “En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: escuchen esta comparación del Reino de Dios”. Sin embargo, a veces, se requiere un tono ascendente al final de la frase, se tal forma que se suba un poco el tono de la voz y se dé lo que se llama “alargamiento”. El alargamiento requiere que la palabra se extienda y que se dé una conexión sutil entre dos frases: la de la palabra de alargamiento y la que sigue: p.ej. “Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas”. 9. Los personajes. La mayor parte de las Escrituras están pobladas de diversos personajes que se destacan por su personalidad y comentarios. Como cada personaje es distinto, cada uno tiene su voz individual y al interpretarlo debes comunicar esa individualidad. Cuando ensayas cada lectura, familiarízate con los pensamientos y sentimientos de esos personajes y con aquello que los motiva a actuar de una manera determinada. El lector más eficaz es capaz de transmitir el carácter individual de cada personaje y no confundirlos todos. 10. El narrador. El narrador es muy a menudo el eje de la lectura. La voz que le pones, el timbre, tono, ritmo y fuerza pueden evocar diferentes sentimientos, y hasta darle otros sentidos a sus palabras. En algunos casos el narrador es objetivo: capaz de desaparecer emocionalmente de la situación que describe, p.ej. “dijo Jesús a sus discípulos”. Pero lo más común es que el narrador exprese un punto de vista subjetivo y comunique un interés emocional y personal respecto a los acontecimientos y personajes: p.ej. “Al ver Jesús el llanto de María y de todos los judíos que estaban con ella, se conmovió hasta el alma”. Haz tuyo el punto de vista del narrador, y analiza por qué él desea contar cierta historia. 11. Citas indirectas. Algunos trozos narrativos adoptan el carácter de un diálogo. El narrador puede estar transmitiendo a los oyentes las palabras de un personaje sin citarlas directamente. Cuando ocurra esto, lee esas citas indirectas, no desde la perspectiva del narrador sino desde la perspectiva del personaje que las dijo. Ejemplo, cuando el evangelio dice: “Debido a eso, Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo”, puedes mostrar enojo y perturbación con tu voz al leer: “lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo”, tal como lo haría Pedro. 12. El comienzo y el final. Cada lectura tiene tres momentos críticos: el comienzo, el momento culminante y el final. Al comenzar es muy importante que mires a la asamblea y establezcas contacto visual con ella, respires hondo, y luego sí, digas: “Lectura de….”. Inmediatamente te detienes por dos o tres segundos y comienzas con la lectura. Al llegar a las últimas palabras del texto, prepara su culminación disminuyendo el ritmo de lectura, de modo que sea evidente su conclusión. Al terminar la lectura establece nuevamente contacto visual con la asamblea mirándola fijamente. Luego de dos o tres segundos pronuncia, de memoria, la frase: “Palabra de Dios”. Estas palabras nunca deben tomar por sorpresa a la asamblea. Sigue mirando atentamente a la asamblea hasta que haya pronunciado la respuesta: “Te alabamos, Señor”. Luego, sí, baja tranquilamente del ambón. 13. Contacto visual. Por medio del contacto visual estableces una conexión con los oyentes. Cuando los miras, ellos están confiados que reconoces su presencia y de que estas allí por y para ellos. El contacto visual confirma que estás consiente de los oyentes y les comunicas tu deseo de compartir la Palabra de Dios con ellos. Esta acción de bajar la vista al texto y subirla mirando a la asamblea, jamás debe parecer automática, exagerada o incómoda. Es preferible mirar a la asamblea con menos frecuencia pero con más fijeza, que mirar a menudo pero sin uniformidad. 14. Ritmo. ¿Cómo se determina el ritmo? ¿Cuándo se acelera o se retarda la lectura? Todo depende de lo que lees, a quienes y donde. Mientras más grande sea el templo, más lleno de fieles, y más complicada sea la lectura, más importante será leer lento. Si te equivocas, es preferible leer a paso lento que acelerado. Recuerda que los oyentes no han estudiado el texto y que para ellos es algo nuevo. Leerás mesuradamente si lees ideas y conceptos y no meras palabras, si compartes imágenes y no sólo oraciones. Piensa las ideas (como si lo hicieras por primera vez) y mira las imágenes con tu propia mente antes de compartirlas con la asamblea. Cuando conversas con una persona, no te pones a recitar ciegamente una lista de ideas o argumentos que apoyan tu posición. Más bien, surgen una por una en tu mente, y este proceso requiere tiempo. Así, por tanto, has de leer las ideas de Jesús o las discusiones de Pablo, con calma. Asimismo, debido a que el diálogo es una imitación de una conversación verdadera, usualmente se lee a paso más acelerado que el que se usa en la parte narrativa de la historia. Si el sistema acústico amplificador del templo produce eco, tendrás que retardar el ritmo más de lo normal. Ten muy presente lo que sigue: el ritmo es un elemento indispensable para la comprensión del texto que se proclama; es la manifestación externa del dinamismo interno del pasaje. De ahí que sea necesario equilibrar diversos movimientos en una lectura. El lector, desde la primera frase, debe imponer atención por medio de una voz sosegada y firme, que anuncia y transmite un mensaje. Una lectura demasiado rápida se hace incomprensible, pues obliga a hacer un esfuerzo mayor. Por el contrario, la excesiva lentitud provoca apatía y somnolencia. La estructura del texto es la que impone el ritmo, pues no todo tiene la misma importancia dentro del conjunto. Se puede leer más aprisa un pasaje que tiene menor importancia, y dar un ritmo más lento a las frases que merecen un mayor interés. La puntuación debe ser escrupulosamente respetada. Las pausas del texto permiten respirar al lector, y ayudan al auditorio a comprender plenamente lo que se está leyendo. 15. Articulación y tono. La lectura debe llegar a la asamblea sin que se pierda una palabra o una sílaba. Al leer se debe abrir la boca lo suficiente para que se escuchen perfectamente todas las vocales, y para que las consonantes se hagan sentir con nitidez. Las frases o palabras que forman grupo, deben ser leídas sin interrupción para no romper el sentido del conjunto. Al texto hay que darle vida. Aunque la lectura se haga con claridad, se puede caer en la monotonía. Esto se evita con el tono y el ritmo que se den a la lectura. Es preciso huir de la voz monocorde y del “tonito”. Las interrogaciones y los paréntesis en el texto son una buena ocasión para subir o bajar la voz. Por otra parte, la acústica del templo impone ciertas condiciones al lector. Tan molesta puede resultar una voz hiriente, que grita, en un templo pequeño, como una voz apagada y mortecina en un templo grande. 16. Leer con expresión. El lector debe identificarse con lo que lee, para que la palabra que transmite surja viva y espontánea, captando a los oyentes, y penetre en el corazón del que escucha. Para que la lectura sea expresiva, el lector tiene que procurar leer con: Sinceridad: es decir, sin condicionamientos, hinchazón, o artificios. Claridad y precisión: conduciendo al oyente hacia el contenido, sin detenerse en las palabras. Recogimiento y respeto: como corresponde a una acción sagrada. 17. La pronunciación. Antes de leer frente a la asamblea, debes ensayar a solas frente al espejo. Practica la pronunciación varias veces recordando que el idioma castellano es silábico, es decir, que cada sílaba se pronuncia claramente distinguiendo las vocales. Si te resulta difícil de pronunciar una palabra, divídela en sílabas y empieza a pronunciar desde la final hacia el principio. P.ej. Tesalonicenses: Dí: “sences” (tres veces); “ni-cen-ces” (tres veces); “sa-lo-ni-cen-ces” (tres veces); “Te-sa-lo-ni-cen-ses” (tres veces o más); Repite despacio cada parte hasta que te sientas cómodo diciendo la palabra a ritmo normal. 18. Errores comunes. Si por alguna razón te pierdes en un versículo, pronuncias mal alguna palabra o interrumpes la lectura, haz una pausa corta, tranquilízate y repite el texto pronunciado mal. 19. Tu presencia. Vístete con recato, ya que no deseas llamar la atención hacia tu manera de vestir, sino hacia la Palabra que vas a proclamar. Tu figura o la disposición de tu cuerpo es parte integrante de la proclamación. Asegúrate de que tu presencia refleje lo que proclamas, porque al hablar, tu persona y la Escritura se convertirán en uno. No dejes que tu postura en el ambón o tu figura contradigan las buenas noticias que proclamas. 20. Estudia las lecturas que vas a proclamar. • Medita sobre las lecturas, durante la semana, antes de proclamarlas. • Profundiza en el conocimiento del texto que proclamarás. Consulta un comentario bíblico para entenderla mejor. • Acompaña este estudio con la oración. • Toma en cuenta el género literario del texto. Es importante saber si es profético, lírico, narrativo, meditativo, o si es una súplica. • No trates de imponer tus propios sentimientos en la lectura; intenta manifestar el contenido del texto según la intención del autor. • Practica en tu vida diaria, las enseñanzas de la lectura. 21. Al momento de la lectura. Antes que te toque leer, escucha al otro lector, pon atención en su manera distinta de proclamar; imagina que eres tu el que habla. Cuando el otro lector termina de leer, respira profundamente y cálmate. Al llegar al micrófono, asegúrate que esté a la altura de tu boca y frente a ella. No lo soples ni lo golpees. Ajústalo con cuidado. Párate derecho/a frente a él sin inclinarte hacia adelante, y distribuye tu peso sobre ambos pies. No te muevas de un lado al otro. Después de dar una mirada confiada a la asamblea, comienza la lectura con voz firme y que capte la atención de todos. Recuerda lo que dijimos al hablar del “comienzo y el final” (Nº 12). 22. Puntos para recordar.  Ensaya siempre antes la lectura en tu casa, y si es posible, también en el templo vacío.  Identifícate con lo que lees. Recuerda las imágenes mientras proclamas la lectura.  Al leer, acuérdate de proyectar la vez desde el pecho, y no dejes que sólo salga de la garganta o por la nariz.  Familiarízate con el micrófono y colócalo al nivel de tu boca, donde la voz adquiere más amplitud. 23. Si te preparas de la manera que te sugerimos aquí, podrás no sólo proclamar la Palabra con dignidad, sinceridad y claridad, sino también orar y celebrar de manera más plena, consciente y activa con toda tu comunidad. Tu participación en la celebración eucarística será fructuosa y tu ministerio de lector será un verdadero servicio a Dios y a la comunidad. Ciertamente podrás decir: “Dios está en mi corazón y en mis labios, y así puedo anunciar dignamente su Palabra”. Para ser un buen lector: Prepara bien la lectura Y sube con compostura Desde tu asiento al ambón. La Palabra que proclamas, Mensaje de Salvación, No es una palabra humana, ¡Es Palabra del Señor! Proclama con alegría, Proclama con buena voz, Dale sentido, pon vida, No defraudes al Autor. Mira al libro y al oyente, Pronuncia con claridad, No corras, que hay mucha gente Que oye con dificultad. Proclama con emoción; Fíjate bien lo que lees, Que se note que tu crees, Ese mensaje de amor

lunes, 9 de agosto de 2010

NO LO DUDES, DIOS TE AMA



¿Te parece algo común y sabido el título de esta entrada? Quizás te recuerde aquello de: "Sonríe Dios te ama". Y puede suceder que se lo tome como algo "bonito". Te invito a leer, quizás encuentres algo más profundo, quizás se transforme en un encuentro con...DIOS.

Me imagino que esto ya lo sabes, pero la pregunta es ¿Ya lo has experimentado? Porque el amor no se comprende, se siente. Si es así, permíteme preguntarte ¿Vas a la Iglesia solo por obligación? ¿Qué tan seguido buscas a Dios a través de la oración? La realidad es que la mayoría ve a Dios como un peso de leyes por lo tanto no tiene una relación personal con El. Lo toma como una pastilla para el dolor. Una vez que se siente aliviado se olvida de El. Esto es porque en realidad no esta enamorado de El.

Si hermano, hablo del amor que Dios siente por ti, pero que tú no has experimentado de manera personal, porque te has resistido a ese amor.

Hoy puedes empezar a experimentar ese amor que como se dice popularmente cuando te sientes amado y correspondido al sentirte cerca de la persona amada: “sientes que te tiembla todo el cuerpo y se te debilitan las piernas”. Precisamente resulta que cuando estas cerca de la persona amada el tiempo se te hace corto y cuando esta lejos el tiempo se te hace largo.

Quiero ayudarte a experimentar este amor de Dios, pero ante todo, quiero pedirte que no te resistas, solo déjate amar.

Ahora déjame explicarte como Dios ama aunque realmente es muy difícil explicar lo que uno siente en el corazón:

1° Dios te ama de manera personal y efectiva porque El es tu Padre.

Dios como Padre no te ama de una manera afectiva (con besos, abrazos o caricias), sino de una manera efectiva, es decir: creó un mundo hermoso con el propósito de que tu y los que amas lo habiten, te ha dado todo lo que tienes: vida, salud, talento, una familia, etc., para que prosperes y seas feliz. Dice la Biblia:

Con amor eterno te he amado, por eso prolongaré mi cariño hacia ti. (Jer. 31,3)

Dios nos conoce a cada uno de nosotros de manera personal, como un Padre que ama y conoce a cada uno de sus hijos, así es el amor de Dios hacia ti. Sabe si estas triste o alegre, conoce tus inquietudes, tus sueños, tus preocupaciones. Eres único y especial. No hay otro que se parezca a ti. No hay otro que sea idéntico a ti. Nunca te ha dejado de amar y desea que lo tomes en cuenta en tu vida, no hace falta que hables, El sabe lo que hay en tu corazón. Eres valioso para El.

2° Dios te ama sin pedirte nada a cambio.

Estamos tan acostumbrados a que nos digan que somos lo peor, que no valemos nada, que si tenemos es por pura suerte. Entonces, si llega alguien y te dice que Dios te ama sin condiciones, que vales mucho para El, pues no le creemos. O pensamos que ha de ser a cambio de algo.

Nos pasa como cuando queremos el amor de alguien. Compramos cosas y la llenamos de detalles puesto que pensamos que solo así conseguiremos su amor. Pero entiéndelo: ¡Dios no te pide nada a cambio! La Biblia dice que:
Dios es Amor. 1 Jn. 4, 8
Por lo tanto, El no te puede dejar de amar, su esencia es de amor. No pienses que Dios castiga, porque no es así. Dios es el Dios que nos presento Cristo, es amor. Por eso para quien ha experimentado el amor de Dios los problemas no son castigo de Dios.
Dios nunca te abandona, ni te abandonara; el te Ama. Dice la Biblia:

¿Podría una madre olvidarse del hijo de sus entrañas?
Pues yo nunca me podré olvidar. (Is. 49,15.)
Una mujer aunque llegue a abandonar a su hijo, jamás lo podrá olvidar. Pues Dios con amor de Padre y de Madre jamás se olvidará de ti.
Para darte su amor ¿Qué te pide entonces? Nada, su amor es sin condiciones. Cuantas veces decimos “Me tienes que amar porque yo te amo”. No. El verdadero amor se da sin esperar nada a cambio, solo se busca que el ser amado sea feliz. Así es el amor de Dios hacia a ti.
Por eso yo te pregunto:
¿Dios te ama porque ayudas a los pobres? La respuesta sería ¡No!
¿Dios te ama porque visitas a los enfermos? ¡No!
¿Dios te ama porque lees la Biblia? ¡No!
¿Dios te ama porque eres católico? ¡No!
¿Dios te ama porque eres evangélico? ¡No!
¿Dios te ama porque eres bueno? ¡No!
Dios solo te ama porque El es Amor y eres su hijo.
3° Dios te ama porque eres su hijo y quiere lo mejor para ti.
Dice San Pablo:
A Dios, cuya fuerza actúa en nosotros y que puede realizar mucho más de lo que pedimos o imaginamos. (Ef. 3,20.)
Tú eres su hijo. El es tu Padre, y como todo padre desea lo mejor para ti. ¡Te quiere ver feliz! Sin embargo, lo que un hijo puede creer que es lo mejor para el, es muy distinto a lo que el padre puede pensar. El es el mayor, el conoce la realidad y sabe que es mejor para su hijo. Aunque puede que su hijo piense que no es bueno o haga berrinche por no haber obtenido lo que quería: un padre solo quiere lo mejor para su hijo. Si un padre terrestre es así, imagínate como será nuestro Padre Dios. Dios solo te da lo mejor, aunque al negarte algunas cosas, tu creas que no te ama o dudes de su existencia.
En la película “Todopoderoso” de Jim Carrey se ve una idea acerca de que pasaría en el mundo si Dios nos complaciera con todos nuestros caprichos, el mundo seria un completo desorden.
Dios como Padre quiere que alcances tus sueños.
Dios como Padre quiere que logres esa profesión.
Dios como Padre quiere que obtengas ese trabajo.
Dios como Padre quiere que encuentres un buen esposo (a).
Dios como Padre quiere ¡QUE SEAS FELIZ!
Hoy puedes empezar a tener una relación personal con El. Aunque me dirás que llamarlo Padre no se te hace familiar, te diré que en realidad se le aclama como “Abba” es decir “Papa con cariño” o sea “Papito”.
¡Vamos regresa a casa como el Hijo Prodigo! (Lc. 15,11-32) ¡Vamos dirígete a El! ¡Vamos corresponde a Su amor! Dile Papa, papito te quiero mucho. Papito te necesito. Me haces mucha falta…

LOS FRUTOS DE LA EUCARISTÍA




  • Al recibir la Eucaristía, nos adherimos íntimamente con Cristo Jesús, quien nos transmite su gracia.
  • La comunión nos separa del pecado, es este el gran misterio de la redención, pues su Cuerpo y su Sangre son derramados por el perdón de los pecados.
  • La Eucaristía fortalece la caridad, que en la vida cotidiana tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales.
  • La Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales, pues cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper nuestro vínculo de amor con Él.
  • La Eucaristía es el Sacramento de la unidad, pues quienes reciben el Cuerpo de Cristo se unen entre sí en un solo cuerpo: La Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo.
  • La Eucaristía nos compromete a favor de los pobres; pues el recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo que son la Caridad misma nos hace caritativos.

EUCARISTÍA: SACRAMENTO DE LA UNIDAD Y DEL AMOR FRATERNO


la recepción de Jesucristo sacramentado bajo las especies de pan y vino en la sagrada Comunión significa y verifica el alimento espiritual del alma. Y así, en cuanto que en ella se da la gracia invisible bajo especies visibles, guarda razón de sacramento. Jesús al instituir la Eucaristía le confiere intrinsecamente el valor sacramental pues a través de ella Él nos transmite su gracia, su presencia viva. Por ello, la Eucaristía es el más importante de los sacramentos, de donde salen y hacia el que van todos los demás, centro de la vida litúrgica, expresión y alimento de la comunión cristiana.
Sacramento de Unidad. Al referirnos a la Eucaristía como Comunión, estamos proclamando nuestra unión entre todos los cristianos y nuestra adhesión a la Iglesia con Jesús. Por ello, la Eucaristía es un sacramento de unidad de la Iglesia, y su celebración sólo es posible donde hay una comunidad de creyentes.
Sacramento del amor fraterno. La misma noche que Jesús instituyó la Eucaristía, instituyó el mandamiento del amor. Por lo tanto, la Eucaristía y el amor a los demás tienen que ir siempre juntos. Jesús instituye la Eucaristía como prueba de su inmenso amor por nosotros y pide a los que vamos a participar en ella, que nos amemos como El nos amó. Y, en este sentido, la Eucaristía tiene que estar necesariamente antecedida por el Sacramento de la Reconciliación pues el recibir el "alimento de vida eterna" exige una reconciliación constante con los hermanos y con Dios Padre.
El misterio eucarístico, desgajado de su propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja simplemente de ser tal. No admite ninguna imitación "profana", que se convertiría muy fácilmente (si no incluso como norma) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a borrar la distinción entre "sacrum" y "profanum", dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo.
En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el "sacrum" de la Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana -fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos aquellos que no comparten la misma fe- garantiza a este "sacrum" el derecho de ciudadanía. El deber de respetar la fe de cada uno es al mismo tiempo correlativa al derecho natural y civil de la libertad de conciencia y de religión.
Los ministros ordinarios de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros días, ser iluminados por la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben comprender y cumplir todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por voluntad de Cristo y de su Iglesia

martes, 27 de julio de 2010

MINISTROS EXTRAORDINARIOS DE LA COMUNIÓN


RECOMENDACIONES PRÁCTICAS PARA UN MEJOR EJERCICIO DEL MINISTERIO EXTRAORDINARIO DE LA COMUNIÓN

En nuestras Parroquias son personajes de mucha importancia los Ministros Extraordinarios de la Comunión. Muchos de ellos sienten un pequeño "aliento" de grandeza ante tan alto Ministerio, que hasta miran a los demás por debajo del hombro. Estas recomendaciones van dirigidas a ellos, a quienes considero mis amigos, y también a sus Párrocos, para que los ayuden a vivir convenientemente este encargo eclesial.

1. Ninguno de los Ministros Extraordinarios de la Comunión (y no de la Eucaristía) debe considerarse sacerdote o clérigo de cuarto grado u orden. No se trata de una consagración o una institución, sino de delegación, designación o nombramiento para el momento o acto por determinado tiempo.
2. Consideren seriamente que esta condición de "ministros" no es un privilegio, sino un servicio para bien de los demás. Esto les exige dignidad y ante todo humildad al desempeñar su función u oficio, pues siguen siendo laicos. Desde la oración, particularmente con la Liturgia de las Horas, han de potenciar este ministerio.
3. Aparezcan siempre como laicos sin necesidad de asimilarse al Clero; permanezcan laicos a la vista de la comunidad. El vestido, por consiguiente, ha de ser digno y adecuado; han de tener cuidado con la limpieza de sus manos y uñas. No han de usar vestiduras sagradas del ministro ordenado.
4. Si son encargados o se les encomienda una celebración de la Palabra con distribución de la Comunión en ausencia del Presbítero, no se arroguen o atribuyan el derecho de presidir, sino considérense animadores, guías o moderadores de la asamblea reunida.
5. La razón válida que justifica la existencia de los Ministros extraordinarios de la Comunión no es la carencia de ministros ordenados, sino que así estamos dando otra imagen de Iglesia (con conciencia ministerial), ajustada a las necesidades del mundo y de igual modo se pone de manifiesto la dignidad del Laico.
6. Al exterior reflejamos aquello que va por dentro. Por eso, importa mucho la actitud espiritual interior.
Respeto y aprecio a la Eucaristía: es decir, tener un sentido de lo sagrado. Esto se manifiesta en el modo de actuar (con naturalidad, no en forma postiza), en la postura externa (pierna cruzada durante la celebración), en los gestos (genuflexión distraída y apresurada) y en la rutina o monotonía (cansancio).
Respeto y amor a la comunidad a la cual sirven (que jamás se les suba el ministerio, o resulten mandando más que el Párroco: "hoy no confesamos"). Su tarea consiste en ayudar a sus hermanos a que se incorporen más plenamente en el "Cuerpo de Cristo" por la recepción de la Eucaristía, y facilitar el encuentro de fe a quienes no pueden acudir a la celebración comunitaria por enfermedad e impedimento.
7. Este ministerio debe ir unido a una actitud de disponibilidad generosa y permanente. De ninguna manera puede aparecer como "afición", "fiebre" u "obsesión", menos como "enfermedad". Dios nos libre de Ministros extraordinarios que quieren estar en todo, en toda celebración, y pretenden acapararlo todo. No olvidemos que la prudencia hace verdaderos sabios y que la virtud está por medio.
8. No busquen reverencias ni recompensas. No hay derecho a remuneración de ninguna clase; es un servicio sin ánimo de lucro que se presta con desinterés, alegría y mucha fe
9. Este ministerio requiere una adecuada preparación (estudio continuo, lectura asidua), sana doctrina y ejemplar conducta de vida (coherencia entre lo que decimos y hacemos). Los retiros espirituales, los cursos, las convivencias, los encuentros etc. se enmarcan dentro de este punto. Por ignorancia cometemos abusos y está comprobado en liturgia que entre menos sabemos más cosas raras hacemos.
10. Valoren frecuentemente el Sacramento de la Penitencia y consideren que a mayor confesión de los pecados mayor aumento de la gracia bautismal. Eucaristía sin confesión es pura ilusión.
11. No en toda la celebración actúan como Ministros extraordinarios; la misma terminología lo dice: "sólo para casos extraordinarios" cuando se prevé que será excesivo el número de comulgantes o por razones pastorales.
12. Nunca utilicen el ambón o lugar de la Palabra para hacer las moniciones, entonar los cantos, dar avisos, pronunciar palabras de agradecimiento u ocasión etc. Este lugar es exclusivo de la Palabra de Dios.
13. La homilía no se puede confiar al Ministro extraordinario de la Comunión; es viable la posibilidad de una monición explicativa a la Palabra o un testimonio dado en su momento, sin que ello llegue a confundirse de ninguna manera con la homilía.
14. La postura de rodillas ha de conservarse, pero siempre y cuando llegue a haber por parte de los fieles la debida atención. No se trata de una representación sino de un Memorial; por lo tanto vale la pena observar el misterio de la fe que realiza el sacerdote. Además, recordemos que las aclamaciones siempre se proclaman de pie.
15. La Doxología (Por Cristo, con Él y en Él...) es eminentemente presidencial. Ojalá que así sea, y luchemos para que no la hagan todos al tiempo.
16. Valoremos el significado del saludo de la paz, que debe ser signo de fraternidad (antes de comulgar con Cristo entramos en comunión con los hermanos) y apenas debe darse a los que estén a nuestro lado. No devaluemos este gesto convirtiéndolo en un "recreo litúrgico".
17. Ojalá que el Ministro extraordinario no ejerza su función reemplazando a quien preside, para que éste se siente, o entone los cantos de comunión.
18. Enseñen a sus hermanos a comulgar como es debido: manos puestas para comulgar en la mano, brazos cruzados y manos juntas. Esperen la respuesta que da el comulgante.
19. Como Ministros extraordinarios cuando comulguen no lo hagan como si fuera un "autoservicio", ya que la comunión se da y se recibe del hermano y no está bien tomarla por su propia cuenta.
20. Cuidado con quienes reciben el Cuerpo de Cristo en la mano. Se escuchan comentarios sobre los gravísimos abusos que se dan: bajo este pretexto se están valiendo para llevar el pan consagrado a cultos satánicos. Otros no saben comulgar en la mano: manos sucias, en una sola mano (la otra ocupada) y otros hacen la señal de la cruz con la hostia. Pongamos más atención y no seamos ingenuos.
21. En la visita a los enfermos, al llegar a la pieza hay que prever que se disponga de una mesa con un mantel sencillo, un cirio o velón, un florero y un vaso con agua. Si uno encuentra personas que cuidan al enfermo y quieren comulgar, se les puede dar también la Comunión.
22. El ayuno eucarístico recomendado a los enfermos o impedidos es de un cuarto de hora; sin embargo en algunos casos habrá que esperar un momento nada más (si acabó de comer) para no privarlo de la Comunión.
23. ¿Cómo consumir? Si se dificulta o se hace dispendioso volver al lugar de la reserva para depositar el pan Consagrado sobrante, el Ministro extraordinario puede consumir tan pronto como hayan terminado las visitas programadas a los enfermos. No olvide purificar ahí mismo sobre un vaso con agua, que ha de tomarse o depositar en tierra (nunca debe correr por el caño).
24. Si se llegara a dar el caso de la "devolución" de la hostia por parte del enfermo, bastaría con retomarla con los dedos o recibirla en un vaso con agua y luego colocar todo bajo tierra.
25. La Reserva Eucarística siempre va con nosotros y no la podemos dejar olvidada en cualquier parte; mucho menos nos permitimos la entrada con Ella a todo establecimiento.

sábado, 24 de julio de 2010

LA MISA, OFRENDA DEL HOMBRE Y DON DE DIOS


¿Los fieles que asisten a Misa saben qué celebran cuando acuden a la santa Misa?, ¿participan en ella consciente, activa y fructuosamente o sólo están para "oír misa" como espectadores más que como actores?

Por el P. Cándido López
Arquidiócesis de Bogotá


A pesar de que muchos católicos no participan de la misa dominical, es un hecho que nuestros templos están llenos cada domingo. Muchos fieles acuden, como dicen, a oír misa, a cumplir con el mandamiento de la Iglesia. Y si bien la ausencia de los que no participan de la misa dominical debe preocupamos, la presencia de los asiduos debe igualmente ser objeto de las preocupaciones del pastor. Saben qué celebran cuando acuden a la Santa Misa? Participan en ella consciente, activa y fructuosamente o sólo están para "oír misa" como espectadores más que como actores?
Hoy es una realidad que en la asamblea dominical se canta, se responde, se ora en común más y mejor de lo que se hacía hace algunos años. Podemos afirmar que en general, la misa ha ganado en su aspecto litúrgico: hay una mayor participación. en la celebración. Pero, son conscientes nuestros cristianos de lo que celebran, y viven la misa como representación, perpetuación y memorial del sacrificio de Jesús? Participan de ella como de un banquete sacrificial en que la comunión con la víctima ofrecida. es parte muy importante de la celebración? Realizan luego en la vida el compromiso de entrega que han celebrado?
Dios habla al hombre en la revelación. El hombre responde con la fe, que es demostración de las realidades trascendentales que no se perciben con los sentidos. Pero la fe con que el hombre responde debe ser comprendida de la mejor manera posible y profundizada, para que sea un homenaje racional.
El catequista que transmite la enseñanza de Jesucristo de manera orgánica y sistemática y desea conducir a los catequizandos a la plenitud de la vida cristiana, debe esforzarse por conocer mejor lo tocante a la doctrina de la misa, que es realización de la Eucaristía "fuente y cumbre. de toda la vida cristiana" (LG. 11), centro y culminación de toda la vida de la comunidad (C.D. 30). Debe profundizar en ella para comprender la misa como ofrenda que se hace a Dios en el sacrificio de Cristo y de la Iglesia; como don sublime que Dios hace al hombre de su palabra y del cuerpo y la sangre del Señor, dones de los que brota el compromiso de hacer de la vida toda una oblación, agradable a Dios (Cf. Rom. 12, 1).
1. SACRIFICIO QUE SE OFRECE A DIOS
A. Sacrificio de Cristo
La misa es un sacrificio, un banquete sacrificial. Cristo lo celebró por primera vez dentro del marco pascual, en el ambiente de la cena pascual judía, en la noche del Jueves Santo, en la que llamamos "última cena", la cena de la despedida, que había deseado ardientemente comer con sus discípulos "antes de padecer" (Lc. 22, 15).
Es un sacrificio relativo: mira con una esencial referencia al sacrificio de Cristo en la cruz el Viernes Santo. Sin esta referencia el banquete sacrificial de la eucaristía no es posible ni comprensible. Es este acontecimiento, que como acción de Cristo, el Logos encarnado, tiene carácter de perennidad, el que da sentido al sacrificio de la misa y en el que tiene su razón de ser.
El Concilio Vaticano II nos enseña que "Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que lo traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y a confirmar así a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección..." (S.C. 47).
El hombre había hecho, antes de Cristo, muchos intentos por ofrecer algo a Dios para adorar10, para intentar reconciliarse con El, para abrirse a Dios y ponerse en camino hacia el absoluto. Pero no había logrado ofrecer un sacrificio verdaderamente agradable.
Con el sacrificio de Cristo realizado en la cruz y sacramentalizado en la eucaristía, tenemos una ofrenda totalmente nueva y enteramente agradable al Padre: "sacrificios y oblaciones no te agradaron. Entonces dije: he aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo" (Heb 10,8.10).
Cristo se ofrece a sí mismo en sacrificio y entrega su ofrecimiento en la última cena. Su cuerpo y sangre dados a sus apóstoles bajo los signos del pan y del vino son cuerpo entregado y sangre derramada. Es decir cuerpo y sangre ofrecidos en sacrificio. Así la cena mira a la cruz e introduce el acontecimiento de la cruz en la cena en la que Cristo entrega su carne y su sangre inmolados a sus apóstoles, representación anticipada del sacrificio con que se ofrece el viernes santo "entregándose como rescate por todos"
La sangre es además "sangre de la Alianza Nueva" como la califica Lucas (22,20). Estas palabras llevan a pensar en la sangre de los sacrificios con que Moisés asperjó al pueblo para sellar la primera alianza, la Alianza Antigua a la que se contrapone ahora la Alianza Nueva, sellada igualmente con la sangre de un sacrificio, el de Cristo en la cruz, que sobrepasa con creces todos los sacrificios del Antiguo Testamento a los que Cristo, con el suyo, da pleno cumplimiento (Heb 9,14).
El pan de vida que Cristo da, es su "carne sacrificada para la vida del mundo" (Jn 6, 51), carne del auténtico cordero pascual al que no se quiebra ningún hueso (Jn 19,34) y que es servido en lugar del cordero pascual en la cena, e inmolado en la cruz.
Cena y cruz son pues inseparables. En ambas, ofrenda y oferente se identifican plenamente en la persona de Jesús, en quien se unen misteriosamente Dios y el hombre. Por lo tanto, la ofrenda de la cruz, presente en la eucaristía, es la ofrenda del Dios-hombre o sea que es un sacrificio enraizado en el mismo Dios. Y como se trata de una ofrenda "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28) cuyo precio es la muerte, Cristo se entrega a la muerte para vencerla en su propio terreno: "Muriendo destruyó nuestra muerte".
Cristo, Dios hombre, se ha ofrecido una vez para siempre, como dice reiteradamente la carta a los Hebreos (7,27; 9,25-28; 10,11-14). Y como realidad histórica absolutamente única, ofrece un sacrificio único e irrepetible.
Ahora bien, si el sacrificio de Cristo fue único e irrepetible, ¿cómo es, pues, la misa el sacrificio de Cristo que se ofrece "de la salida del sol hasta el ocaso y en todo lugar" (Mal. 1,10) para que el nombre de Dios sea glorificado entre los pueblos? Con la celebración sacramental del sacrificio de su muerte realizada en la última cena y con el mandato de seguir repitiéndola en memoria suya, Cristo mismo creó la posibilidad de un hecho sacrificial totalmente nuevo: el sacrificio de la misa.
En la misa celebramos no un simple recuerdo subjetivo. La misa es memorial, es decir, realización del sacrificio de salvación que se ofreció en la cruz y que se hace presente en el acontecimiento sacramental, bajo las especies del pan y del vino. Cómo puede hacerse objetivamente presente, cada vez el mismo, un acontecimiento pasado, siempre será un misterio; que se ilumina un poco al considerar que las acciones de Cristo, como acciones del Hijo de Dios, se adentran en la eternidad y adquieren carácter de perennidad; y su ofrenda está siempre presente ante el acatamiento de Dios en favor nuestro (Heb 9,24) Y se nos aplica continuamente por su re-presenciación sobre el altar.
Así, pues, la misa es el don que Cristo hace de sí mismo al Padre, el supremo homenaje sacrificial tributado a Dios, que acontece ahora de manera sacramental; no hay que imaginar un nuevo sacrificio: Jesús se totaliza y eterniza en su oblación y la re-expresa en el memorial instituido por El y que los ministros de la Iglesia celebran en su nombre. Es un nuevo aspecto, una nueva presencia del único sacrificio ofrecido por Cristo "una vez para siempre", en el ara de la cruz.
B- Sacrificio de la Iglesia
La Eucaristía es el sacrificio de Cristo. Es también el sacrificio de la Iglesia. La plegaria eucarística o Canon Romano, dice inmediatamente después de la consagración: "Por eso Señor nosotros tus siervos y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo... te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo. . .".
El sacrificio cruento de la cruz realizado ahora incruentamente por mandato del mismo Cristo, en memoria de su muerte y resurrección, adquiere en la misa la forma cultual de la Iglesia, se. actualiza bajo la forma simbólica de un sacrificio cultual. Mediante la oblación litúrgica, los cristianos se integran al sacrificio de Cristo, y por medio de la participación en el sacrificio son cristificados y conducidos al Padre.
La misa es un sacrificio-banquete. Con la comida de la víctima, que simboliza la entrega sacrificial de Jesús, termina la acción eucarística. Al igual que los alimentos pierden su propio ser para hacer posible nuestra existencia, así también Jesús entrega su existencia terrena para entrar en nosotros y proporcionarnos la comunión con El. De esta manera la acción de comer el banquete lleva a la meta el sacrificio de la Iglesia, pues todo sacrificio tiene como fin último la comunión con Dios. En la comunión somos integrados a la ofrenda de Jesús y llevados al Padre.
La Eucaristía es pues, sacrificio de la Iglesia, no sólo porque ella ofrece a Cristo, sino también porque la Iglesia se ofrece a sí misma y expresa sU actitud sacrificial en los signos externos del pan y del vino, que presenta como fruto del trabajo del hombre, y que han de ser pan de vida y bebida de salvación. Todos los fieles ofrecen con el sacerdote que preside, ordenado sacramentalmente para este fin, la víctima divina y se ofrecen a sí mismos en unión con Cristo, como ofrenda agradable a Dios. En la misa "acto de Cristo y de la Iglesia" (Vat. II, P.O. 13) "la Iglesia aprende a ofrecerse a sí misma como universal sacrificio". En este sacrificio universal la Iglesia reúne sus luchas y sus sufrimientos, sus penas y dolores. El pan y el vino llevan la marca dolorosa de las rupturas, de las separaciones, de las divisiones; pero llevan también el hambre de vida, de amistad, de unión, de alegría que anima a todos los oferentes que se congregan como el pan y el vino son reunidos de muchos granos y de muchas uvas para ser signos de fuerza y de unidad. La Eucaristía es la pascua permanente de la Iglesia: en ella, al actualizar la muerte y resurrección de Cristo, vive la Iglesia su propia muerte y resurrección.
II. DON DE DIOS AL HOMBRE
San Juan pondera el amor de Dios al hombre diciendo que "tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en El no perezca sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). El mismo evangelista en el capítulo 6 de su evangelio nos dice que el Padre ha entregado su Hijo al mundo como pan verdadero: Pan de la palabra de Dios (32ss), y pan de la carne y la sangre de Cristo para la vida del mundo (51-58).
La misa es la máxima concreción del don que el Padre nos hace y que no es otro que Cristo, como Palabra por la que nos dice todo cuanto tiene que decimos y como carne con que nos alimenta para que tengamos vida eterna. Estas dos formas del don que es Cristo se actualizan en cada misa en la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía.
A- Mesa de la Palabra
La Palabra no es un símbolo cualquiera. Es fundamental como medio connatural de expresión personal y de comunicación con los demás. Dios ha querido comunicarse con nosotros por medio de su Palabra.
El Concilio pidió que "a fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, se abran con mayor amplitud los tesoros de la Biblia" (S.C. 51), petición que ha sido ampliamente acogida en la reforma litúrgica de la misa.
La Iglesia siempre tuvo en gran aprecio la Palabra de Dios. Por ella está Cristo presente el Logos del Padre, y es El quien habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura.
Cuando nos habla, se nos da en su Palabra para que podamos nosotros hablar a Dios, de Dios y con Dios. En ella nos pone de presente todas las maravillas de la obra salvadora: cómo Dios ha ido revelando su misterio escondido por los siglos, hasta manifestado plenamente en Cristo, plenitud de la revelación, por quien el Padre nos ha hablado en esta etapa final (Heb 1,1-2) y por quien realiza de manera perfecta la obra de la salvación. Si conocemos algo de Dios es porque El mismo se nos ha revelado, manera muy humana de darse a los hombres, a través de su Palabra.
La Palabra de Dios que se nos proclama con su propia centralidad en cada misa nos revela la voluntad de Dios, nos entrega en palabras exigentes los planes de Dios. Se nos comunica como ley y norma de vida, como revelación del sentido de las cosas y de los acontecimientos. y va exigiendo una respuesta de fe, el "homenaje del entendimiento y de la voluntad" que sólo podemos dar con la gracia del Espíritu Santo.
La Palabra de Dios es acción dinámica y eficaz que transforma al hombre, que hace lo que dice: "Dijo Dios y fue hecho" (Cf Gen 1). Por eso debe ser escuchada con reverencia, acogida y creída.
Cuando el Verbo se hace carne, Dios nos habla desde la carne. Cristo ya no nos da la Palabra de Dios como los profetas, a quienes se dirige la Palabra, sino como quien es El mismo la Palabra, que enseña con autoridad. Nos da su Palabra como semilla para que fructifique en nosotros, para que la acojamos con gozo, la pongamos en práctica y seamos bienaventurados.
Si asumiéramos toda la importancia que tiene la Palabra en la celebración, cuánto cuidado no pondríamos en la preparación de los lectores, en el sonido de nuestras iglesias para que la palabra sea verdaderamente proclamada con claridad y escuchada y acogida con fe y devoción, con apertura de mente y corazón. La Palabra de Dios que es don, es a la vez exigencia: pide una respuesta que enraíce en la vida y dé frutos de buenas obras.
B- Mesa de la Eucaristía
En la misa se nos sirve, además de la mesa de la Palabra, la mesa de la carne y de la sangre de Cristo. "El pan que yo daré, es mi. carne para la vida del mundo" (Jn 6,51).
La Eucaristía es don del amor. San Juan, al comenzar la última cena en que Cristo anticipó su sacrificio y se da sacramentalmente a sus apóstoles, pondera el amor de Cristo diciendo que amó a los suyos hasta el fin, hasta el extremo, hasta el colmo del amor. ¿Cuál fue el extremo de ese amor? Ciertamente su entrega por nosotros a la muerte en la cruz, que el Padre acepta plenamente resucitando a Jesús de entre los muertos.
Si Juan exalta el amor de Cristo antes de narrar los acontecimientos de la última cena, es porque en ésta se hizo ya presente sacramentalmente la muerte de Cristo, manifestación extrema de su amor (Jn 15,13): "esto es mi cuerpo entregado por vosotros" (1 Cor 11,24).
En la Eucaristía, renovación de la cena, continúan presentes sacramentalmente la muerte y resurrección de Cristo. En ella, por la comunión Cristo se nos da, como se dio a sus apóstoles; lo entregado en la cruz por nosotros, es en la misa entregado para nosotros: "tomad y comed; tomad y bebed". La Iglesia ofrece el sacrificio recibiéndolo, comiendo de la víctima, comulgando con ella. La comida es especialmente apta para expresar la donación, la entrega por los otros, la comunidad con ellos. Cristo está en la Eucaristía para ser comido: este es el fin último de los signos del banquete: pan y vino,
En la comunión que Cristo nos da y en la que se nos da, nos apropiamos en la forma más íntima la oblación de Jesús y con El somos llevados hacia el Padre. Su presencia real hace posible el más profundo encuentro con El, con la totalidad de su vida condensada en el signo sacramental. Al comerlo recibimos la vida divina que El ha recibido del Padre.
La misa es banquete-sacrificial es sacrificio instituido en forma de comida. Es el sacrificio en el que Cristo quiere damos a comer su carne y a beber su sangre. La comunión es pues, la participación plena en el sacrificio. Sacrificio y comunión son por lo tanto aspectos inseparables del mismo misterio. Sólo quien come puede decir que ha participado plenamente del sacrificio. No debería haber sacrificio sin comunión. ¿Cómo despreciar a la víctima que extiende la mano para decimos: tomad y comed, tomad y bebed?
La comunión al damos a Cristo como alimento, nos transforma en El. El, que es más fuerte, nos asume, nos cristifica: "el que me come, vivirá por mí". Cuando comulgamos, podemos decir con toda razón como San Pablo:, "ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí... el Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Nos transforma santificándonos: el don de la Eucaristía es para nuestra santificación. Nos unimos con el que es santo para hacemos santos, agradables a Dios. La santidad no es otra cosa que la vida de Dios en nosotros, y "el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna" (Jn 6,54).
El don eucarístico al unimos a Cristo, nos une a todos los que están en Cristo. La comunión. es el signo que expresa y realiza la unión de todos los miembros de Cristo. Comulgar es dejamos unir por aquel que sigue ofreciéndose por todos nosotros, es Koinonía (comunión) de todos con Cristo y de Cristo con todos; es unimos en el alimento y en la vida que el alimento nos da, para realizar juntos las acciones que la comunión exige: unidad, solidaridad, entrega sacrificada por el hermano. La comunión es la expresión más privilegiada, auténtica y visible de la comunidad interna de la Iglesia. La comunión eucarística expresa y realiza la unión en el amor, en virtud de aquél que se da como comida para realizar la unión en el amor. Comulgar con Cristo es comulgar con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por eso la comunión es máximo signo de pertenencia a la Iglesia.
¿Cómo es que tantos cristianos celebran la misa y al momento de la comunión permanecen indiferentes, sordos a la llamada de Cristo: "si no coméis la carne del Hijo del hombre no tendréis vida en vosotros?" (Jn 6,53).
III. MISA Y MISION
Misa quiere decir despedida. Significa también misión. El sacerdote despide a los que han participado en la eucaristía y los envía a ser mensajeros de paz. Pero si bien la celebración de la eucaristía en el templo, termina, no así, el compromiso de continuar su celebración con la vida toda. La misa es también compromiso.
Cristo se ha ofrecido en la cruz "de una vez para siempre" y los frutos de su sacrificio ya han sido en principio adquiridos; pero es preciso que todos los que forman su cuerpo continúen en la lucha, porque la unidad, la paz, la solidaridad, la fraternidad entre los hombres, todavía: no son una realidad. Nos queda "completar en la carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24). La realidad significada por la eucaristía debe ser producida, vivida, debe concretarse fuera del templo. ¿Por qué si la Eucaristía significa tantas cosas grandes y es tan exigente, las comunidades no se renuevan después de la Eucaristía? no hay más razón sino que falta disposición y responsabilidad para aceptar la misión.
La Eucaristía es presencia del sacrificio de Cristo. La celebramos alegremente porque Cristo ya ha resucitado. Pero está en el centro del sacrificio de la Iglesia, que apenas está de camino, que todavía no ha llegado a la meta. Por eso cada uno de los participantes debe conocer sus propios compromisos y aceptar y acoger responsablemente su propia misión. Cada cristiano es enviado, como Cristo, a restablecer la unidad, a construir la paz, a trabajar por la reconciliación entre los hombres, a compartir con el hermano, a dar su vida como testimonio de su amor. Unirse en la Iglesia, darse la paz y compartir el pan deben ser signos de lo que luego hay que vivir fuera del templo: unión activa y solidaria con el sufrimiento de los hombres; participación efectiva del pan con el hermano que tiene hambre material y espiritual, que está sin trabajo, que vive sin techo, que se encuentra marginado, excluido, relegado, enfermo, vivir intensamente la unidad entre el "sacramento del altar y el sacramento del hermano".
Cuando aceptamos la invitación que Cristo nos hace a comer y beber, comemos un cuerpo entregado y una sangre derramada por todos los hombres, y nos hacemos uno con El, comulgamos con su lucha, su muerte, su victoria. Debemos vivir luego intensamente esa comunión en nuestra existencia personal y social de cada día. Comulgar con el "sacrificio de Cristo" es comulgar con su vida, su misión, su manera de llevar hasta el final el amor y la donación, es ofrecer juntamente con El la propia vida en sacrificio: el sacrificio que exige cada día el amor a Dios y el amor a los hermanos.


BIBLIOGRAFIA:
J. Auer, Sacramento de la Eucaristía, Herder, Barcelona 1982; J. De Baciochi, La Eucaristía, Herder, Barcelona 1969; M. Thurian, La Eucaristía, Sígueme, Salamanca, 1966; J. Betz, La Eucaristía Misterio Central, Myst. Sal, Vol. IV, T.2, Cristiandad, Madrid 1975; D. Borobio, Eucaristía para el Pueblo, Desclée, Bilbao, 1981; A. Fermet, La Eucaristía, Sal Terrae, Santander, 1980; La Eucaristía en la Biblia, Cuadernos Bíblicos 37, Verbo Divino, Estella, 1982.

sábado, 17 de julio de 2010

La pérdida de la confesión




El texto que sigue, es el de una conferencia pronunciada por el Card. Meisner, Arzopispo de Colonia, con el título "Conversíón y misión", en ocasión del cierre del Año Sacerdotal. En 15 puntos trata, en especial, el tema de la confesión sacramental, su importancia tanto para el sacerdote que imparte el sacramento, como para el fiel que se acerca a él.No se deje vencer por la extensión del texto (no es tan largo) y verá que tendrá tema para cuestionarse después de leerlo. ¡Queridos hermanos! Ciertamente no trataré de brindaros una nueva exposición sobre la teología de la penitencia y de la misión. Pero quisiera dejarme guiar por el mismo Evangelio, junto a vosotros, hacia la conversión, para luego ser enviados por el Espíritu Santo a llevar a los hombres la buena noticia de Cristo. En este camino, quisiera ahora recorrer con vosotros quince puntos de reflexión. 1. Debemos convertirnos nuevamente en una “Iglesia en camino a los hombres” (Geh-hin-Kirche), como le gustaba decir a mi predecesor, el entonces Arzobispo de Colonia, el cardenal Joseph Höffner. Esto, sin embargo, no puede ocurrir por un mandato. A esto nos debe mover el Espíritu Santo. Una de las pérdidas más trágicas que nuestra Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es la pérdida del Espíritu Santo en el sacramento de la Reconciliación. Para nosotros, los sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil interior. Cuando los fieles cristianos me preguntan: “¿Cómo podemos ayudar a nuestros sacerdotes?”, entonces siempre respondo: “¡Id a confesaros con ellos!”. Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un trabajador social religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del éxito pastoral más grande, es decir, cuando puede colaborar para que un pecador, también gracias a su ayuda, deje el confesionario siendo nuevamente una persona santificada. En el confesionario, el sacerdote puede echar una mirada al corazón de muchas personas y de esto le surgen impulsos, estímulos e inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo. 2. A las puertas de Damasco, un pequeño hombre enfermo, san Pablo, es tirado al suelo y queda ciego. En la segunda Carta a los Corintios, él mismo nos habla de la impresión que sus adversarios tenían de su persona: era físicamente insignificante y de retórica débil (cfr. 2 Cor 10,10). A las ciudades del Asia Menor y de Europa, sin embargo, a través de este pequeño hombre enfermo, será anunciado, en los años venideros, el Evangelio. Las maravillas de Dios no ocurren nunca bajo los “reflectores” de la historia mundial. Estas se realizan siempre a un lado; precisamente, a las puertas de la ciudad como también en el secreto del confesionario. Esto debe ser para todos nosotros un gran consuelo, para nosotros que tenemos grandes responsabilidades pero, al mismo tiempo, somos conscientes de nuestras, a menudo limitadas, posibilidades. Forma parte de la estrategia de Dios: obtener, mediante pequeñas causas, efectos de grandes dimensiones. Pablo, derrotado a las puertas de Damasco, se convierte en el conquistador de las ciudades del Asia Menor y de Europa. Su misión es la de reunir a los llamados en la Iglesia, dentro de la “Ecclesia” de Dios. Aún si – vista desde fuera – es sólo una pequeña y oprimida minoría, es impulsada desde dentro, y Pablo la compara al cuerpo de Cristo, más aún, la identifica con el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Esta posibilidad de “recibir de las manos del Señor”, en nuestra experiencia humana, se llama “conversión”. La Iglesia es la “Ecclesia semper reformanda” y, en ella, tanto el sacerdote como el obispo son un “semper reformandus” que, como Pablo en Damasco, deben ser tirados a tierra desde el caballo siempre de nuevo para caer en los brazos de Dios misericordioso, que luego nos envía al mundo. 3. Por eso no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para poder mostrarla más atractiva. ¡No basta! Tenemos necesidad de un cambio del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo cambiar el mundo, no un ingeniero de estructuras eclesiásticas. El sacerdote, a través de su ser en el estilo de vida de Jesús, está de tal modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el sacerdote, se hace perceptible para los otros. En Juan 14, 23, leemos: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. ¡Esto no es sólo una bella imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote. Ciertamente, Dios es omnipresente. Dios habita en todos lados. El mundo es como una gran iglesia de Dios, pero el corazón del sacerdote es como un tabernáculo en la iglesia. Allí, Dios habita de un modo misterioso y particular. 4. El mayor obstáculo para permitir que Cristo sea percibido por los otros a través nuestro es el pecado. Este impide la presencia del Señor en nuestra existencia y, por eso, para nosotros no hay nada más necesario que la conversión, también en orden a la misión. Se trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la Penitencia. Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse “en su casa” en ambos lados de la rejilla del confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo. En la oración sacerdotal, Jesús habla a los suyos y a nuestro Padre celestial de esta identidad: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad” (Jn. 17,15-17). En el sacramento de la Penitencia, se trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos guste enfrentar la verdad? 5. Ahora debemos preguntarnos: ¿no hemos experimentado todavía la alegría de reconocer un error, admitirlo y pedir perdón a quien hemos ofendido? “Me levantaré e iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti” (Lc 15,18). ¿No conocemos la alegría de ver, entonces, cómo el Otro abre los brazos como el padre del hijo pródigo: “su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó” (Lc 15,20)? ¿No podemos imaginar, entonces, la alegría del padre, que nos ha vuelto a encontrar: “Y comenzó la fiesta” (Lc 15,24)? Si sabemos que esta fiesta es celebrada en el Cielo cada vez que nos convertimos, ¿por qué, entonces, no nos convertimos más frecuentemente? ¿Por qué – y aquí hablo de un modo muy humano – somos tan mezquinos con Dios y con los santos del Cielo al punto de dejarlos tan raramente celebrar una fiesta por el hecho de que nos hemos dejado abrazar por el corazón del Señor, del Padre? 6. A menudo no amamos este perdón explícito. Y, sin embargo, Dios nunca se muestra tanto como Dios como cuando perdona. ¡Dios es amor! ¡Él es el donarse en persona! Él da la gracia del perdón. Pero el amor más fuerte es aquel amor que supera el obstáculo principal al amor, es decir, el pecado. La gracia más grande es el ser perdonados (die Begnadigung), y el don más precioso es el darse (die Vergabung), es el perdón. Si no hubiese pecadores, que tuvieran más necesidad del perdón que del pan cotidiano, no podríamos conocer la profundidad del Corazón divino. El Señor lo subraya de modo explícito: “Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc. 15,7). ¿Cómo es posible – preguntémonos una vez más – que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el Cielo, suscita tanta antipatía sobre la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse sobre sí. En realidad, ¿qué preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o aparentar estar sin pecado, viviendo en la ilusión de presumirnos justos, dejando de lado la manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos de nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la han vivido los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre nuestra indignidad y la magnificencia de Dios. 7. El fin de la confesión no es que nosotros, olvidando los pecados, no pensemos más en Dios. La confesión nos permite el acceso a una vida donde no se puede pensar en nada más que en Dios. Dios nos dice en el interior: “La única razón por la que has pecado es porque no puedes creer que yo te amo lo suficiente, que estás realmente en mi corazón, que encuentras en mí la ternura de la que tienes necesidad, que me alegro por el mínimo gesto que me ofreces, como testimonio de tu consentimiento, para perdonarte todo aquello que me traes en la confesión”. Sabiendo de tal perdón, de tal amor, entonces seremos inundados de alegría y de gratitud. De este modo, perderemos progresivamente el deseo del pecado, y el sacramento de la Reconciliación se convertirá en una cita fija de la alegría en nuestra vida. Ir a confesarse significa hacer un poco más cordial el amor a Dios, sentir, decir y experimentar eficazmente, una vez más – porque la confesión no es estímulo sólo desde el exterior –, que Dios nos ama; confesarse significa recomenzar a creer – y, al mismo tiempo, a descubrir – que hasta ahora nunca hemos confiado de modo suficientemente profundo y que, por eso, debemos pedir perdón. Frente a Jesús, nos sentimos pecadores, nos descubrimos pecadores, que hemos dejado de lado las expectativas del Señor. Confesarse significa dejarse elevar por el Señor a su nivel divino. 8. El hijo pródigo abandona la casa paterna porque se ha vuelto incrédulo. Ya no tiene confianza en el amor del Padre, que lo satisface, y exige su parte de herencia para resolver por sí sólo todo lo que a él concierne. Cuando se decide a volver y pedir perdón, su corazón está aún muerto. Cree que ya no será amado, que ya no será considerado hijo. Vuelve sólo para no morir de hambre. ¡Esto es lo que llamamos contrición imperfecta! Pero hacía tiempo que el padre lo esperaba. Hacía tiempo que no tenía pensamiento que le diera más alegría que el de creer que el hijo podría volver un día a casa. Tan pronto lo ve, corre al encuentro, lo abraza, no le da tiempo ni siquiera para terminar su confesión, y llama a los sirvientes para hacerlo vestir, alimentar y curar. Dado que se le muestra un amor tan grande, el hijo, en ese momento, comienza también a sentirlo nuevamente, dejándose colmar. Un arrepentimiento inesperado le sobreviene. Esta es la contrición perfecta. Sólo cuando el padre lo abraza, él mide toda su ingratitud, su insolencia y su injusticia. Sólo entonces retorna verdaderamente, se vuelve a convertir en hijo, abierto y confidente con el padre, reencuentra la vida: “Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc. 15,32), dice el padre, al respecto, al hijo que había permanecido en la casa. 9. El hijo mayor, “el justo”, ha vivido un cambio similar – así, al menos, quisiéramos esperar que continúe la parábola. El caso de este hijo es, sin embargo, mucho más difícil. ¡No se puede decir que Dios ama a los pecadores más que a los justos! Una madre ama a su niño enfermo, al que dirige sus cuidados particulares, no más que a los niños sanos, a los que deja jugar solos, a los que expresa su amor – no ciertamente menor - pero de modo diverso. Mientras las personas rechazan reconocer y confesar los propios pecados, mientras siguen siendo pecadores orgullosos, Dios prefiere a los humildes pecadores. Tiene paciencia con todos. El Padre tiene paciencia también con el hijo que se ha quedado en la casa. Le ruega y le habla con bondad: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc. 15,31). El perdón de la insensibilidad del hijo mayor no es expresado aquí pero está implícito. ¡Qué grande debe ser la vergüenza del hijo mayor frente a tal clemencia! Había previsto todo pero no ciertamente esta humilde ternura del padre. De repente, se encuentra desarmado, confundido, copartícipe de la alegría común. Y se pregunta cómo pudo pensar en quedarse a un lado, cómo pudo, aunque por un solo instante, preferir ser infeliz solo mientras todos los otros se amaban y se perdonaban mutuamente. Afortunadamente, el padre está allí y lo trata a tiempo. Afortunadamente, ¡el padre no es como él! Afortunadamente, el padre es mucho mejor que todos los otros juntos. Sólo Dios puede perdonar los pecados. Sólo Él puede realizar este gesto de gracia, de alegría y de abundancia de amor. Por eso, el sacramento de la Penitencia es la fuente de permanente renovación y de revitalización de nuestra existencia sacerdotal. 10. Por eso, para mí, la madurez espiritual de un candidato al sacerdocio, para recibir la ordenación sacerdotal, se hace evidente en el hecho de que reciba regularmente – al menos, en la frecuencia de una vez al mes – el sacramento de la Reconciliación. De hecho, es en el sacramento de la Penitencia donde encuentro al Padre misericordioso con los dones más preciosos que ha de dar, y esto es el donarse (Vergabung), el perdón y la gracia. Pero cuando alguno, a causa de su falta de frecuencia de confesión, dice al Padre: “¡Ten para ti tus preciosos dones! Yo no tengo necesidad de ti y de tus dones”, entonces deja de ser hijo porque se excluye de la paternidad de Dios, porque ya no quiere recibir sus preciosos dones. Y si ya no es más hijo del Padre celestial, entonces no puede convertirse en sacerdote, porque el sacerdote, a través del bautismo, es antes que nada hijo del Padre y, luego mediante la ordenación sacerdotal, es con Cristo, hijo con el Hijo. Sólo entonces podrá ser realmente hermano de los hombres. 11. El paso de la conversión a la misión puede mostrarse, en primer lugar, en el hecho de que yo paso de un lado al otro de la rejilla del confesionario, de la parte del penitente a la parte del confesor. La pérdida del sacramento de la Reconciliación es la raíz de muchos males en la vida de la Iglesia y en la vida del sacerdote. Y la así llamada crisis del sacramento de la Penitencia no se debe sólo a que la gente no vaya más a confesarse sino a que nosotros, sacerdotes, ya no estamos presentes en el confesionario. Un confesionario en que el está presente un sacerdote, en una iglesia vacía, es el símbolo más conmovedor de la paciencia de Dios que espera. Así es Dios. Él nos espera toda la vida. En mis treinta y cinco años de ministerio episcopal conozco ejemplos conmovedores de sacerdotes presentes cotidianamente en el confesionario, sin que viniera un penitente; hasta que, un día, el primer o la primera penitente, después de meses o años de espera, se hizo finalmente presente. De este modo, por así decir, se ha desbloqueado la situación. Desde ese momento, el confesionario empezó a ser muy frecuentado. Aquí el sacerdote está llamado a poner de su parte todos los trabajos exteriores de planificación de la pastoral de grupo para sumergirse en las necesidades personales de cada uno. Y aquí debe, sobre todo, escuchar más que hablar. Una herida purulenta en el cuerpo sólo puede sanar si puede sangrar hasta el final. El corazón herido del hombre puede sanar sólo si puede sangrar hasta el final, si puede desahogar todo. Y se puede desahogar sólo si hay alguien que escucha, en la absoluta discreción del sacramento de la Reconciliación. Para el confesor es importante, primero que nada, no hablar sino escuchar. ¡Cuántos impulsos interiores experimenta y recibe el sacerdote, precisamente en la administración del sacramento de la confesión, que le sirven para su seguimiento de Cristo! Aquí puede sentir y constatar cuánto más avanzados que él, en el seguimiento de Cristo, están los simples fieles católicos, hombres, mujeres y niños. 12. Si nos falta en gran parte este ámbito esencial del servicio sacerdotal, entonces caemos fácilmente en una mentalidad funcionalista o en el nivel de una mera técnica pastoral. Nuestro estar a ambos lados de la rejilla del confesionario nos lleva, a través de nuestro testimonio, a permitir que Cristo se haga perceptible para el pueblo. Para decirlo claramente, con un ejemplo negativo: quien entra en contacto con el material radioactivo, también él se vuelve radioactivo. Si luego se pone en contacto con otro, entonces también -éste quedará igualmente infectado por la radioactividad. Pero ahora volvamos al ejemplo positivo: aquellos que entran en contacto con Cristo, se vuelven “Cristo-activos”. Y si, entonces, el sacerdote, siendo “Cristo-activo”, se pone en contacto con otras personas, éstas ciertamente serán “infectadas” por su “Cristo-actividad”. Ésta es la misión, así como fue concebida y estuvo presente desde el comienzo del cristianismo. La gente se reunía en torno a la persona de Jesús para tocarlo, aunque sólo fuera el borde de su manto. Y quedaban sanados incluso cuando esto ocurría mientras Él estaba de espaldas: “porque salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc. 6,19). 13. Con nosotros, en cambio, con frecuencia las personas huyen, ya no buscan nuestra cercanía para entrar en contacto con nosotros. Por el contrario, como dije, se nos escapan. Para evitar que esto suceda, debemos plantearnos la pregunta: ¿con quién entran en contacto cuando se ponen en contacto conmigo? ¿Con Jesucristo, en su infinito amor por la humanidad, o bien con alguna privada opinión teológica o alguna queja sobre la situación de la Iglesia y del mundo? A través de nosotros, ¿entran en contacto con Jesucristo? Si este es el caso, entonces las personas tendrán vida. Hablarán entre ellas de tal sacerdote. Se expresarán sobre él con términos similares: “Con él sí se puede hablar. Me entiende. Realmente puede ayudar”. Estoy profundamente convencido de que la gente tiene una profunda nostalgia de tales sacerdotes, en los cuales pueden encontrar auténticamente a Cristo, que los hace libres de todos los lazos y los vincula a su Persona. 14. Para poder perdonar realmente, tenemos necesidad de mucho amor. El único perdón que podemos conceder realmente es el que hemos recibido de Dios. Sólo si experimentamos al Padre misericordioso, podemos hacernos hermanos misericordiosos para los otros. Aquel que no perdona, no ama. Aquel que perdona poco, ama poco. Quien perdona mucho, ama mucho. Cuando dejamos el confesionario, que es el punto de partida de nuestra misión, tanto de un lado como del otro de la rejilla, entonces se quisiera abrazar a todos, para pedirles perdón y esto ocurre especialmente después de habernos confesado. Yo mismo he experimentado de forma tan gratificante el amor de Dios que perdona, como para poder solamente pedir con urgencia: “¡Acoge también tú su perdón! Toma una parte del mío, que ahora he recibido en sobreabundancia. ¡Y perdóname que te lo ofrezca tan mal!”. Con la confesión se vuelve dentro del mismo movimiento del amor de Dios y del amor fraterno, en la unión con Dios y con la Iglesia, del cual nos había excluido el pecado. Si Dios nos ha enseñado a amar de un modo nuevo, podemos y debemos amar a todos los hombres. Si no fuese así, sería un signo de que no nos hemos confesado bien y que, por lo tanto, deberíamos confesarnos de nuevo. Probablemente, el más grande sacerdote confesor de nuestra Iglesia es el Santo Cura de Ars. Gracias a él tenemos el Año Sacerdotal y, por lo tanto, nuestro actual encuentro como sacerdotes y obispos con el Santo Padre aquí en Roma. Con este santo párroco he reflexionado sobre el misterio de la santa confesión ya que su ministerio cotidiano de la reconciliación, en el confesionario de Ars, ha hecho que se convirtiera en un gran misionero para el mundo. Se ha dicho que, como sacerdote confesor, ha vencido espiritualmente a la Revolución francesa. Lo que me ha inspirado este diálogo espiritual con Juan María Vianney, lo he dicho aquí. Sin embargo, me ha recordado también algo muy importante. 15. ¡Amamos a todos, perdonamos a todos! ¡Hay que prestar atención, sin embargo, a no olvidar a una persona! Existe un ser, de hecho, que nos desilusiona y nos pesa, un ser con el que estamos constantemente insatisfechos. Y somos nosotros mismos. Con frecuencia tenemos bastante de nosotros. Estamos hartos de nuestra mediocridad y cansados de nuestra misma monotonía. Vivimos en un estado de ánimo frío e incluso con una increíble indiferencia hacia este prójimo más próximo que Dios nos ha confiado para que le hagamos tocar el perdón divino. Y este prójimo más próximo somos nosotros mismos. Está dicho, de hecho, que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cfr. Lv. 19,18). Por lo tanto, debemos amarnos también a nosotros mismos así como tratamos de amar a nuestro prójimo. Entonces debemos pedir a Dios que nos enseñe que debemos perdonarnos: la rabia de nuestro orgullo, las desilusiones de nuestra ambición. Pidamos que la bondad, la ternura, la paciencia y la confianza indecible con la que Él nos perdona, nos conquiste hasta el punto de que nos liberemos del cansancio de nosotros mismos, que nos acompaña por todas partes, y con frecuencia incluso nos causa vergüenza. No somos capaces de reconocer el amor de Dios por nosotros sin modificar también la opinión que tenemos de nosotros mismos, sin reconocer a Dios mismo el derecho de amarnos. El perdón de Dios nos reconcilia con Él, con nosotros, con nuestros hermanos y hermanas, y con todo el mundo. Nos hace auténticos misioneros. ¿Lo creéis, queridos hermanos? ¡Probadlo, hoy mismo! + Joachim Card. Meisner Arzobispo de Colonia(Fuente: La Bohardilla de Jerónimo)