sábado, 24 de julio de 2010

LA MISA, OFRENDA DEL HOMBRE Y DON DE DIOS


¿Los fieles que asisten a Misa saben qué celebran cuando acuden a la santa Misa?, ¿participan en ella consciente, activa y fructuosamente o sólo están para "oír misa" como espectadores más que como actores?

Por el P. Cándido López
Arquidiócesis de Bogotá


A pesar de que muchos católicos no participan de la misa dominical, es un hecho que nuestros templos están llenos cada domingo. Muchos fieles acuden, como dicen, a oír misa, a cumplir con el mandamiento de la Iglesia. Y si bien la ausencia de los que no participan de la misa dominical debe preocupamos, la presencia de los asiduos debe igualmente ser objeto de las preocupaciones del pastor. Saben qué celebran cuando acuden a la Santa Misa? Participan en ella consciente, activa y fructuosamente o sólo están para "oír misa" como espectadores más que como actores?
Hoy es una realidad que en la asamblea dominical se canta, se responde, se ora en común más y mejor de lo que se hacía hace algunos años. Podemos afirmar que en general, la misa ha ganado en su aspecto litúrgico: hay una mayor participación. en la celebración. Pero, son conscientes nuestros cristianos de lo que celebran, y viven la misa como representación, perpetuación y memorial del sacrificio de Jesús? Participan de ella como de un banquete sacrificial en que la comunión con la víctima ofrecida. es parte muy importante de la celebración? Realizan luego en la vida el compromiso de entrega que han celebrado?
Dios habla al hombre en la revelación. El hombre responde con la fe, que es demostración de las realidades trascendentales que no se perciben con los sentidos. Pero la fe con que el hombre responde debe ser comprendida de la mejor manera posible y profundizada, para que sea un homenaje racional.
El catequista que transmite la enseñanza de Jesucristo de manera orgánica y sistemática y desea conducir a los catequizandos a la plenitud de la vida cristiana, debe esforzarse por conocer mejor lo tocante a la doctrina de la misa, que es realización de la Eucaristía "fuente y cumbre. de toda la vida cristiana" (LG. 11), centro y culminación de toda la vida de la comunidad (C.D. 30). Debe profundizar en ella para comprender la misa como ofrenda que se hace a Dios en el sacrificio de Cristo y de la Iglesia; como don sublime que Dios hace al hombre de su palabra y del cuerpo y la sangre del Señor, dones de los que brota el compromiso de hacer de la vida toda una oblación, agradable a Dios (Cf. Rom. 12, 1).
1. SACRIFICIO QUE SE OFRECE A DIOS
A. Sacrificio de Cristo
La misa es un sacrificio, un banquete sacrificial. Cristo lo celebró por primera vez dentro del marco pascual, en el ambiente de la cena pascual judía, en la noche del Jueves Santo, en la que llamamos "última cena", la cena de la despedida, que había deseado ardientemente comer con sus discípulos "antes de padecer" (Lc. 22, 15).
Es un sacrificio relativo: mira con una esencial referencia al sacrificio de Cristo en la cruz el Viernes Santo. Sin esta referencia el banquete sacrificial de la eucaristía no es posible ni comprensible. Es este acontecimiento, que como acción de Cristo, el Logos encarnado, tiene carácter de perennidad, el que da sentido al sacrificio de la misa y en el que tiene su razón de ser.
El Concilio Vaticano II nos enseña que "Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que lo traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y a confirmar así a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección..." (S.C. 47).
El hombre había hecho, antes de Cristo, muchos intentos por ofrecer algo a Dios para adorar10, para intentar reconciliarse con El, para abrirse a Dios y ponerse en camino hacia el absoluto. Pero no había logrado ofrecer un sacrificio verdaderamente agradable.
Con el sacrificio de Cristo realizado en la cruz y sacramentalizado en la eucaristía, tenemos una ofrenda totalmente nueva y enteramente agradable al Padre: "sacrificios y oblaciones no te agradaron. Entonces dije: he aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo" (Heb 10,8.10).
Cristo se ofrece a sí mismo en sacrificio y entrega su ofrecimiento en la última cena. Su cuerpo y sangre dados a sus apóstoles bajo los signos del pan y del vino son cuerpo entregado y sangre derramada. Es decir cuerpo y sangre ofrecidos en sacrificio. Así la cena mira a la cruz e introduce el acontecimiento de la cruz en la cena en la que Cristo entrega su carne y su sangre inmolados a sus apóstoles, representación anticipada del sacrificio con que se ofrece el viernes santo "entregándose como rescate por todos"
La sangre es además "sangre de la Alianza Nueva" como la califica Lucas (22,20). Estas palabras llevan a pensar en la sangre de los sacrificios con que Moisés asperjó al pueblo para sellar la primera alianza, la Alianza Antigua a la que se contrapone ahora la Alianza Nueva, sellada igualmente con la sangre de un sacrificio, el de Cristo en la cruz, que sobrepasa con creces todos los sacrificios del Antiguo Testamento a los que Cristo, con el suyo, da pleno cumplimiento (Heb 9,14).
El pan de vida que Cristo da, es su "carne sacrificada para la vida del mundo" (Jn 6, 51), carne del auténtico cordero pascual al que no se quiebra ningún hueso (Jn 19,34) y que es servido en lugar del cordero pascual en la cena, e inmolado en la cruz.
Cena y cruz son pues inseparables. En ambas, ofrenda y oferente se identifican plenamente en la persona de Jesús, en quien se unen misteriosamente Dios y el hombre. Por lo tanto, la ofrenda de la cruz, presente en la eucaristía, es la ofrenda del Dios-hombre o sea que es un sacrificio enraizado en el mismo Dios. Y como se trata de una ofrenda "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28) cuyo precio es la muerte, Cristo se entrega a la muerte para vencerla en su propio terreno: "Muriendo destruyó nuestra muerte".
Cristo, Dios hombre, se ha ofrecido una vez para siempre, como dice reiteradamente la carta a los Hebreos (7,27; 9,25-28; 10,11-14). Y como realidad histórica absolutamente única, ofrece un sacrificio único e irrepetible.
Ahora bien, si el sacrificio de Cristo fue único e irrepetible, ¿cómo es, pues, la misa el sacrificio de Cristo que se ofrece "de la salida del sol hasta el ocaso y en todo lugar" (Mal. 1,10) para que el nombre de Dios sea glorificado entre los pueblos? Con la celebración sacramental del sacrificio de su muerte realizada en la última cena y con el mandato de seguir repitiéndola en memoria suya, Cristo mismo creó la posibilidad de un hecho sacrificial totalmente nuevo: el sacrificio de la misa.
En la misa celebramos no un simple recuerdo subjetivo. La misa es memorial, es decir, realización del sacrificio de salvación que se ofreció en la cruz y que se hace presente en el acontecimiento sacramental, bajo las especies del pan y del vino. Cómo puede hacerse objetivamente presente, cada vez el mismo, un acontecimiento pasado, siempre será un misterio; que se ilumina un poco al considerar que las acciones de Cristo, como acciones del Hijo de Dios, se adentran en la eternidad y adquieren carácter de perennidad; y su ofrenda está siempre presente ante el acatamiento de Dios en favor nuestro (Heb 9,24) Y se nos aplica continuamente por su re-presenciación sobre el altar.
Así, pues, la misa es el don que Cristo hace de sí mismo al Padre, el supremo homenaje sacrificial tributado a Dios, que acontece ahora de manera sacramental; no hay que imaginar un nuevo sacrificio: Jesús se totaliza y eterniza en su oblación y la re-expresa en el memorial instituido por El y que los ministros de la Iglesia celebran en su nombre. Es un nuevo aspecto, una nueva presencia del único sacrificio ofrecido por Cristo "una vez para siempre", en el ara de la cruz.
B- Sacrificio de la Iglesia
La Eucaristía es el sacrificio de Cristo. Es también el sacrificio de la Iglesia. La plegaria eucarística o Canon Romano, dice inmediatamente después de la consagración: "Por eso Señor nosotros tus siervos y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo... te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo. . .".
El sacrificio cruento de la cruz realizado ahora incruentamente por mandato del mismo Cristo, en memoria de su muerte y resurrección, adquiere en la misa la forma cultual de la Iglesia, se. actualiza bajo la forma simbólica de un sacrificio cultual. Mediante la oblación litúrgica, los cristianos se integran al sacrificio de Cristo, y por medio de la participación en el sacrificio son cristificados y conducidos al Padre.
La misa es un sacrificio-banquete. Con la comida de la víctima, que simboliza la entrega sacrificial de Jesús, termina la acción eucarística. Al igual que los alimentos pierden su propio ser para hacer posible nuestra existencia, así también Jesús entrega su existencia terrena para entrar en nosotros y proporcionarnos la comunión con El. De esta manera la acción de comer el banquete lleva a la meta el sacrificio de la Iglesia, pues todo sacrificio tiene como fin último la comunión con Dios. En la comunión somos integrados a la ofrenda de Jesús y llevados al Padre.
La Eucaristía es pues, sacrificio de la Iglesia, no sólo porque ella ofrece a Cristo, sino también porque la Iglesia se ofrece a sí misma y expresa sU actitud sacrificial en los signos externos del pan y del vino, que presenta como fruto del trabajo del hombre, y que han de ser pan de vida y bebida de salvación. Todos los fieles ofrecen con el sacerdote que preside, ordenado sacramentalmente para este fin, la víctima divina y se ofrecen a sí mismos en unión con Cristo, como ofrenda agradable a Dios. En la misa "acto de Cristo y de la Iglesia" (Vat. II, P.O. 13) "la Iglesia aprende a ofrecerse a sí misma como universal sacrificio". En este sacrificio universal la Iglesia reúne sus luchas y sus sufrimientos, sus penas y dolores. El pan y el vino llevan la marca dolorosa de las rupturas, de las separaciones, de las divisiones; pero llevan también el hambre de vida, de amistad, de unión, de alegría que anima a todos los oferentes que se congregan como el pan y el vino son reunidos de muchos granos y de muchas uvas para ser signos de fuerza y de unidad. La Eucaristía es la pascua permanente de la Iglesia: en ella, al actualizar la muerte y resurrección de Cristo, vive la Iglesia su propia muerte y resurrección.
II. DON DE DIOS AL HOMBRE
San Juan pondera el amor de Dios al hombre diciendo que "tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en El no perezca sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). El mismo evangelista en el capítulo 6 de su evangelio nos dice que el Padre ha entregado su Hijo al mundo como pan verdadero: Pan de la palabra de Dios (32ss), y pan de la carne y la sangre de Cristo para la vida del mundo (51-58).
La misa es la máxima concreción del don que el Padre nos hace y que no es otro que Cristo, como Palabra por la que nos dice todo cuanto tiene que decimos y como carne con que nos alimenta para que tengamos vida eterna. Estas dos formas del don que es Cristo se actualizan en cada misa en la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía.
A- Mesa de la Palabra
La Palabra no es un símbolo cualquiera. Es fundamental como medio connatural de expresión personal y de comunicación con los demás. Dios ha querido comunicarse con nosotros por medio de su Palabra.
El Concilio pidió que "a fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, se abran con mayor amplitud los tesoros de la Biblia" (S.C. 51), petición que ha sido ampliamente acogida en la reforma litúrgica de la misa.
La Iglesia siempre tuvo en gran aprecio la Palabra de Dios. Por ella está Cristo presente el Logos del Padre, y es El quien habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura.
Cuando nos habla, se nos da en su Palabra para que podamos nosotros hablar a Dios, de Dios y con Dios. En ella nos pone de presente todas las maravillas de la obra salvadora: cómo Dios ha ido revelando su misterio escondido por los siglos, hasta manifestado plenamente en Cristo, plenitud de la revelación, por quien el Padre nos ha hablado en esta etapa final (Heb 1,1-2) y por quien realiza de manera perfecta la obra de la salvación. Si conocemos algo de Dios es porque El mismo se nos ha revelado, manera muy humana de darse a los hombres, a través de su Palabra.
La Palabra de Dios que se nos proclama con su propia centralidad en cada misa nos revela la voluntad de Dios, nos entrega en palabras exigentes los planes de Dios. Se nos comunica como ley y norma de vida, como revelación del sentido de las cosas y de los acontecimientos. y va exigiendo una respuesta de fe, el "homenaje del entendimiento y de la voluntad" que sólo podemos dar con la gracia del Espíritu Santo.
La Palabra de Dios es acción dinámica y eficaz que transforma al hombre, que hace lo que dice: "Dijo Dios y fue hecho" (Cf Gen 1). Por eso debe ser escuchada con reverencia, acogida y creída.
Cuando el Verbo se hace carne, Dios nos habla desde la carne. Cristo ya no nos da la Palabra de Dios como los profetas, a quienes se dirige la Palabra, sino como quien es El mismo la Palabra, que enseña con autoridad. Nos da su Palabra como semilla para que fructifique en nosotros, para que la acojamos con gozo, la pongamos en práctica y seamos bienaventurados.
Si asumiéramos toda la importancia que tiene la Palabra en la celebración, cuánto cuidado no pondríamos en la preparación de los lectores, en el sonido de nuestras iglesias para que la palabra sea verdaderamente proclamada con claridad y escuchada y acogida con fe y devoción, con apertura de mente y corazón. La Palabra de Dios que es don, es a la vez exigencia: pide una respuesta que enraíce en la vida y dé frutos de buenas obras.
B- Mesa de la Eucaristía
En la misa se nos sirve, además de la mesa de la Palabra, la mesa de la carne y de la sangre de Cristo. "El pan que yo daré, es mi. carne para la vida del mundo" (Jn 6,51).
La Eucaristía es don del amor. San Juan, al comenzar la última cena en que Cristo anticipó su sacrificio y se da sacramentalmente a sus apóstoles, pondera el amor de Cristo diciendo que amó a los suyos hasta el fin, hasta el extremo, hasta el colmo del amor. ¿Cuál fue el extremo de ese amor? Ciertamente su entrega por nosotros a la muerte en la cruz, que el Padre acepta plenamente resucitando a Jesús de entre los muertos.
Si Juan exalta el amor de Cristo antes de narrar los acontecimientos de la última cena, es porque en ésta se hizo ya presente sacramentalmente la muerte de Cristo, manifestación extrema de su amor (Jn 15,13): "esto es mi cuerpo entregado por vosotros" (1 Cor 11,24).
En la Eucaristía, renovación de la cena, continúan presentes sacramentalmente la muerte y resurrección de Cristo. En ella, por la comunión Cristo se nos da, como se dio a sus apóstoles; lo entregado en la cruz por nosotros, es en la misa entregado para nosotros: "tomad y comed; tomad y bebed". La Iglesia ofrece el sacrificio recibiéndolo, comiendo de la víctima, comulgando con ella. La comida es especialmente apta para expresar la donación, la entrega por los otros, la comunidad con ellos. Cristo está en la Eucaristía para ser comido: este es el fin último de los signos del banquete: pan y vino,
En la comunión que Cristo nos da y en la que se nos da, nos apropiamos en la forma más íntima la oblación de Jesús y con El somos llevados hacia el Padre. Su presencia real hace posible el más profundo encuentro con El, con la totalidad de su vida condensada en el signo sacramental. Al comerlo recibimos la vida divina que El ha recibido del Padre.
La misa es banquete-sacrificial es sacrificio instituido en forma de comida. Es el sacrificio en el que Cristo quiere damos a comer su carne y a beber su sangre. La comunión es pues, la participación plena en el sacrificio. Sacrificio y comunión son por lo tanto aspectos inseparables del mismo misterio. Sólo quien come puede decir que ha participado plenamente del sacrificio. No debería haber sacrificio sin comunión. ¿Cómo despreciar a la víctima que extiende la mano para decimos: tomad y comed, tomad y bebed?
La comunión al damos a Cristo como alimento, nos transforma en El. El, que es más fuerte, nos asume, nos cristifica: "el que me come, vivirá por mí". Cuando comulgamos, podemos decir con toda razón como San Pablo:, "ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí... el Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Nos transforma santificándonos: el don de la Eucaristía es para nuestra santificación. Nos unimos con el que es santo para hacemos santos, agradables a Dios. La santidad no es otra cosa que la vida de Dios en nosotros, y "el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna" (Jn 6,54).
El don eucarístico al unimos a Cristo, nos une a todos los que están en Cristo. La comunión. es el signo que expresa y realiza la unión de todos los miembros de Cristo. Comulgar es dejamos unir por aquel que sigue ofreciéndose por todos nosotros, es Koinonía (comunión) de todos con Cristo y de Cristo con todos; es unimos en el alimento y en la vida que el alimento nos da, para realizar juntos las acciones que la comunión exige: unidad, solidaridad, entrega sacrificada por el hermano. La comunión es la expresión más privilegiada, auténtica y visible de la comunidad interna de la Iglesia. La comunión eucarística expresa y realiza la unión en el amor, en virtud de aquél que se da como comida para realizar la unión en el amor. Comulgar con Cristo es comulgar con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por eso la comunión es máximo signo de pertenencia a la Iglesia.
¿Cómo es que tantos cristianos celebran la misa y al momento de la comunión permanecen indiferentes, sordos a la llamada de Cristo: "si no coméis la carne del Hijo del hombre no tendréis vida en vosotros?" (Jn 6,53).
III. MISA Y MISION
Misa quiere decir despedida. Significa también misión. El sacerdote despide a los que han participado en la eucaristía y los envía a ser mensajeros de paz. Pero si bien la celebración de la eucaristía en el templo, termina, no así, el compromiso de continuar su celebración con la vida toda. La misa es también compromiso.
Cristo se ha ofrecido en la cruz "de una vez para siempre" y los frutos de su sacrificio ya han sido en principio adquiridos; pero es preciso que todos los que forman su cuerpo continúen en la lucha, porque la unidad, la paz, la solidaridad, la fraternidad entre los hombres, todavía: no son una realidad. Nos queda "completar en la carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24). La realidad significada por la eucaristía debe ser producida, vivida, debe concretarse fuera del templo. ¿Por qué si la Eucaristía significa tantas cosas grandes y es tan exigente, las comunidades no se renuevan después de la Eucaristía? no hay más razón sino que falta disposición y responsabilidad para aceptar la misión.
La Eucaristía es presencia del sacrificio de Cristo. La celebramos alegremente porque Cristo ya ha resucitado. Pero está en el centro del sacrificio de la Iglesia, que apenas está de camino, que todavía no ha llegado a la meta. Por eso cada uno de los participantes debe conocer sus propios compromisos y aceptar y acoger responsablemente su propia misión. Cada cristiano es enviado, como Cristo, a restablecer la unidad, a construir la paz, a trabajar por la reconciliación entre los hombres, a compartir con el hermano, a dar su vida como testimonio de su amor. Unirse en la Iglesia, darse la paz y compartir el pan deben ser signos de lo que luego hay que vivir fuera del templo: unión activa y solidaria con el sufrimiento de los hombres; participación efectiva del pan con el hermano que tiene hambre material y espiritual, que está sin trabajo, que vive sin techo, que se encuentra marginado, excluido, relegado, enfermo, vivir intensamente la unidad entre el "sacramento del altar y el sacramento del hermano".
Cuando aceptamos la invitación que Cristo nos hace a comer y beber, comemos un cuerpo entregado y una sangre derramada por todos los hombres, y nos hacemos uno con El, comulgamos con su lucha, su muerte, su victoria. Debemos vivir luego intensamente esa comunión en nuestra existencia personal y social de cada día. Comulgar con el "sacrificio de Cristo" es comulgar con su vida, su misión, su manera de llevar hasta el final el amor y la donación, es ofrecer juntamente con El la propia vida en sacrificio: el sacrificio que exige cada día el amor a Dios y el amor a los hermanos.


BIBLIOGRAFIA:
J. Auer, Sacramento de la Eucaristía, Herder, Barcelona 1982; J. De Baciochi, La Eucaristía, Herder, Barcelona 1969; M. Thurian, La Eucaristía, Sígueme, Salamanca, 1966; J. Betz, La Eucaristía Misterio Central, Myst. Sal, Vol. IV, T.2, Cristiandad, Madrid 1975; D. Borobio, Eucaristía para el Pueblo, Desclée, Bilbao, 1981; A. Fermet, La Eucaristía, Sal Terrae, Santander, 1980; La Eucaristía en la Biblia, Cuadernos Bíblicos 37, Verbo Divino, Estella, 1982.

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