martes, 27 de julio de 2010

MINISTROS EXTRAORDINARIOS DE LA COMUNIÓN


RECOMENDACIONES PRÁCTICAS PARA UN MEJOR EJERCICIO DEL MINISTERIO EXTRAORDINARIO DE LA COMUNIÓN

En nuestras Parroquias son personajes de mucha importancia los Ministros Extraordinarios de la Comunión. Muchos de ellos sienten un pequeño "aliento" de grandeza ante tan alto Ministerio, que hasta miran a los demás por debajo del hombro. Estas recomendaciones van dirigidas a ellos, a quienes considero mis amigos, y también a sus Párrocos, para que los ayuden a vivir convenientemente este encargo eclesial.

1. Ninguno de los Ministros Extraordinarios de la Comunión (y no de la Eucaristía) debe considerarse sacerdote o clérigo de cuarto grado u orden. No se trata de una consagración o una institución, sino de delegación, designación o nombramiento para el momento o acto por determinado tiempo.
2. Consideren seriamente que esta condición de "ministros" no es un privilegio, sino un servicio para bien de los demás. Esto les exige dignidad y ante todo humildad al desempeñar su función u oficio, pues siguen siendo laicos. Desde la oración, particularmente con la Liturgia de las Horas, han de potenciar este ministerio.
3. Aparezcan siempre como laicos sin necesidad de asimilarse al Clero; permanezcan laicos a la vista de la comunidad. El vestido, por consiguiente, ha de ser digno y adecuado; han de tener cuidado con la limpieza de sus manos y uñas. No han de usar vestiduras sagradas del ministro ordenado.
4. Si son encargados o se les encomienda una celebración de la Palabra con distribución de la Comunión en ausencia del Presbítero, no se arroguen o atribuyan el derecho de presidir, sino considérense animadores, guías o moderadores de la asamblea reunida.
5. La razón válida que justifica la existencia de los Ministros extraordinarios de la Comunión no es la carencia de ministros ordenados, sino que así estamos dando otra imagen de Iglesia (con conciencia ministerial), ajustada a las necesidades del mundo y de igual modo se pone de manifiesto la dignidad del Laico.
6. Al exterior reflejamos aquello que va por dentro. Por eso, importa mucho la actitud espiritual interior.
Respeto y aprecio a la Eucaristía: es decir, tener un sentido de lo sagrado. Esto se manifiesta en el modo de actuar (con naturalidad, no en forma postiza), en la postura externa (pierna cruzada durante la celebración), en los gestos (genuflexión distraída y apresurada) y en la rutina o monotonía (cansancio).
Respeto y amor a la comunidad a la cual sirven (que jamás se les suba el ministerio, o resulten mandando más que el Párroco: "hoy no confesamos"). Su tarea consiste en ayudar a sus hermanos a que se incorporen más plenamente en el "Cuerpo de Cristo" por la recepción de la Eucaristía, y facilitar el encuentro de fe a quienes no pueden acudir a la celebración comunitaria por enfermedad e impedimento.
7. Este ministerio debe ir unido a una actitud de disponibilidad generosa y permanente. De ninguna manera puede aparecer como "afición", "fiebre" u "obsesión", menos como "enfermedad". Dios nos libre de Ministros extraordinarios que quieren estar en todo, en toda celebración, y pretenden acapararlo todo. No olvidemos que la prudencia hace verdaderos sabios y que la virtud está por medio.
8. No busquen reverencias ni recompensas. No hay derecho a remuneración de ninguna clase; es un servicio sin ánimo de lucro que se presta con desinterés, alegría y mucha fe
9. Este ministerio requiere una adecuada preparación (estudio continuo, lectura asidua), sana doctrina y ejemplar conducta de vida (coherencia entre lo que decimos y hacemos). Los retiros espirituales, los cursos, las convivencias, los encuentros etc. se enmarcan dentro de este punto. Por ignorancia cometemos abusos y está comprobado en liturgia que entre menos sabemos más cosas raras hacemos.
10. Valoren frecuentemente el Sacramento de la Penitencia y consideren que a mayor confesión de los pecados mayor aumento de la gracia bautismal. Eucaristía sin confesión es pura ilusión.
11. No en toda la celebración actúan como Ministros extraordinarios; la misma terminología lo dice: "sólo para casos extraordinarios" cuando se prevé que será excesivo el número de comulgantes o por razones pastorales.
12. Nunca utilicen el ambón o lugar de la Palabra para hacer las moniciones, entonar los cantos, dar avisos, pronunciar palabras de agradecimiento u ocasión etc. Este lugar es exclusivo de la Palabra de Dios.
13. La homilía no se puede confiar al Ministro extraordinario de la Comunión; es viable la posibilidad de una monición explicativa a la Palabra o un testimonio dado en su momento, sin que ello llegue a confundirse de ninguna manera con la homilía.
14. La postura de rodillas ha de conservarse, pero siempre y cuando llegue a haber por parte de los fieles la debida atención. No se trata de una representación sino de un Memorial; por lo tanto vale la pena observar el misterio de la fe que realiza el sacerdote. Además, recordemos que las aclamaciones siempre se proclaman de pie.
15. La Doxología (Por Cristo, con Él y en Él...) es eminentemente presidencial. Ojalá que así sea, y luchemos para que no la hagan todos al tiempo.
16. Valoremos el significado del saludo de la paz, que debe ser signo de fraternidad (antes de comulgar con Cristo entramos en comunión con los hermanos) y apenas debe darse a los que estén a nuestro lado. No devaluemos este gesto convirtiéndolo en un "recreo litúrgico".
17. Ojalá que el Ministro extraordinario no ejerza su función reemplazando a quien preside, para que éste se siente, o entone los cantos de comunión.
18. Enseñen a sus hermanos a comulgar como es debido: manos puestas para comulgar en la mano, brazos cruzados y manos juntas. Esperen la respuesta que da el comulgante.
19. Como Ministros extraordinarios cuando comulguen no lo hagan como si fuera un "autoservicio", ya que la comunión se da y se recibe del hermano y no está bien tomarla por su propia cuenta.
20. Cuidado con quienes reciben el Cuerpo de Cristo en la mano. Se escuchan comentarios sobre los gravísimos abusos que se dan: bajo este pretexto se están valiendo para llevar el pan consagrado a cultos satánicos. Otros no saben comulgar en la mano: manos sucias, en una sola mano (la otra ocupada) y otros hacen la señal de la cruz con la hostia. Pongamos más atención y no seamos ingenuos.
21. En la visita a los enfermos, al llegar a la pieza hay que prever que se disponga de una mesa con un mantel sencillo, un cirio o velón, un florero y un vaso con agua. Si uno encuentra personas que cuidan al enfermo y quieren comulgar, se les puede dar también la Comunión.
22. El ayuno eucarístico recomendado a los enfermos o impedidos es de un cuarto de hora; sin embargo en algunos casos habrá que esperar un momento nada más (si acabó de comer) para no privarlo de la Comunión.
23. ¿Cómo consumir? Si se dificulta o se hace dispendioso volver al lugar de la reserva para depositar el pan Consagrado sobrante, el Ministro extraordinario puede consumir tan pronto como hayan terminado las visitas programadas a los enfermos. No olvide purificar ahí mismo sobre un vaso con agua, que ha de tomarse o depositar en tierra (nunca debe correr por el caño).
24. Si se llegara a dar el caso de la "devolución" de la hostia por parte del enfermo, bastaría con retomarla con los dedos o recibirla en un vaso con agua y luego colocar todo bajo tierra.
25. La Reserva Eucarística siempre va con nosotros y no la podemos dejar olvidada en cualquier parte; mucho menos nos permitimos la entrada con Ella a todo establecimiento.

sábado, 24 de julio de 2010

LA MISA, OFRENDA DEL HOMBRE Y DON DE DIOS


¿Los fieles que asisten a Misa saben qué celebran cuando acuden a la santa Misa?, ¿participan en ella consciente, activa y fructuosamente o sólo están para "oír misa" como espectadores más que como actores?

Por el P. Cándido López
Arquidiócesis de Bogotá


A pesar de que muchos católicos no participan de la misa dominical, es un hecho que nuestros templos están llenos cada domingo. Muchos fieles acuden, como dicen, a oír misa, a cumplir con el mandamiento de la Iglesia. Y si bien la ausencia de los que no participan de la misa dominical debe preocupamos, la presencia de los asiduos debe igualmente ser objeto de las preocupaciones del pastor. Saben qué celebran cuando acuden a la Santa Misa? Participan en ella consciente, activa y fructuosamente o sólo están para "oír misa" como espectadores más que como actores?
Hoy es una realidad que en la asamblea dominical se canta, se responde, se ora en común más y mejor de lo que se hacía hace algunos años. Podemos afirmar que en general, la misa ha ganado en su aspecto litúrgico: hay una mayor participación. en la celebración. Pero, son conscientes nuestros cristianos de lo que celebran, y viven la misa como representación, perpetuación y memorial del sacrificio de Jesús? Participan de ella como de un banquete sacrificial en que la comunión con la víctima ofrecida. es parte muy importante de la celebración? Realizan luego en la vida el compromiso de entrega que han celebrado?
Dios habla al hombre en la revelación. El hombre responde con la fe, que es demostración de las realidades trascendentales que no se perciben con los sentidos. Pero la fe con que el hombre responde debe ser comprendida de la mejor manera posible y profundizada, para que sea un homenaje racional.
El catequista que transmite la enseñanza de Jesucristo de manera orgánica y sistemática y desea conducir a los catequizandos a la plenitud de la vida cristiana, debe esforzarse por conocer mejor lo tocante a la doctrina de la misa, que es realización de la Eucaristía "fuente y cumbre. de toda la vida cristiana" (LG. 11), centro y culminación de toda la vida de la comunidad (C.D. 30). Debe profundizar en ella para comprender la misa como ofrenda que se hace a Dios en el sacrificio de Cristo y de la Iglesia; como don sublime que Dios hace al hombre de su palabra y del cuerpo y la sangre del Señor, dones de los que brota el compromiso de hacer de la vida toda una oblación, agradable a Dios (Cf. Rom. 12, 1).
1. SACRIFICIO QUE SE OFRECE A DIOS
A. Sacrificio de Cristo
La misa es un sacrificio, un banquete sacrificial. Cristo lo celebró por primera vez dentro del marco pascual, en el ambiente de la cena pascual judía, en la noche del Jueves Santo, en la que llamamos "última cena", la cena de la despedida, que había deseado ardientemente comer con sus discípulos "antes de padecer" (Lc. 22, 15).
Es un sacrificio relativo: mira con una esencial referencia al sacrificio de Cristo en la cruz el Viernes Santo. Sin esta referencia el banquete sacrificial de la eucaristía no es posible ni comprensible. Es este acontecimiento, que como acción de Cristo, el Logos encarnado, tiene carácter de perennidad, el que da sentido al sacrificio de la misa y en el que tiene su razón de ser.
El Concilio Vaticano II nos enseña que "Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que lo traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y a confirmar así a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección..." (S.C. 47).
El hombre había hecho, antes de Cristo, muchos intentos por ofrecer algo a Dios para adorar10, para intentar reconciliarse con El, para abrirse a Dios y ponerse en camino hacia el absoluto. Pero no había logrado ofrecer un sacrificio verdaderamente agradable.
Con el sacrificio de Cristo realizado en la cruz y sacramentalizado en la eucaristía, tenemos una ofrenda totalmente nueva y enteramente agradable al Padre: "sacrificios y oblaciones no te agradaron. Entonces dije: he aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo" (Heb 10,8.10).
Cristo se ofrece a sí mismo en sacrificio y entrega su ofrecimiento en la última cena. Su cuerpo y sangre dados a sus apóstoles bajo los signos del pan y del vino son cuerpo entregado y sangre derramada. Es decir cuerpo y sangre ofrecidos en sacrificio. Así la cena mira a la cruz e introduce el acontecimiento de la cruz en la cena en la que Cristo entrega su carne y su sangre inmolados a sus apóstoles, representación anticipada del sacrificio con que se ofrece el viernes santo "entregándose como rescate por todos"
La sangre es además "sangre de la Alianza Nueva" como la califica Lucas (22,20). Estas palabras llevan a pensar en la sangre de los sacrificios con que Moisés asperjó al pueblo para sellar la primera alianza, la Alianza Antigua a la que se contrapone ahora la Alianza Nueva, sellada igualmente con la sangre de un sacrificio, el de Cristo en la cruz, que sobrepasa con creces todos los sacrificios del Antiguo Testamento a los que Cristo, con el suyo, da pleno cumplimiento (Heb 9,14).
El pan de vida que Cristo da, es su "carne sacrificada para la vida del mundo" (Jn 6, 51), carne del auténtico cordero pascual al que no se quiebra ningún hueso (Jn 19,34) y que es servido en lugar del cordero pascual en la cena, e inmolado en la cruz.
Cena y cruz son pues inseparables. En ambas, ofrenda y oferente se identifican plenamente en la persona de Jesús, en quien se unen misteriosamente Dios y el hombre. Por lo tanto, la ofrenda de la cruz, presente en la eucaristía, es la ofrenda del Dios-hombre o sea que es un sacrificio enraizado en el mismo Dios. Y como se trata de una ofrenda "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28) cuyo precio es la muerte, Cristo se entrega a la muerte para vencerla en su propio terreno: "Muriendo destruyó nuestra muerte".
Cristo, Dios hombre, se ha ofrecido una vez para siempre, como dice reiteradamente la carta a los Hebreos (7,27; 9,25-28; 10,11-14). Y como realidad histórica absolutamente única, ofrece un sacrificio único e irrepetible.
Ahora bien, si el sacrificio de Cristo fue único e irrepetible, ¿cómo es, pues, la misa el sacrificio de Cristo que se ofrece "de la salida del sol hasta el ocaso y en todo lugar" (Mal. 1,10) para que el nombre de Dios sea glorificado entre los pueblos? Con la celebración sacramental del sacrificio de su muerte realizada en la última cena y con el mandato de seguir repitiéndola en memoria suya, Cristo mismo creó la posibilidad de un hecho sacrificial totalmente nuevo: el sacrificio de la misa.
En la misa celebramos no un simple recuerdo subjetivo. La misa es memorial, es decir, realización del sacrificio de salvación que se ofreció en la cruz y que se hace presente en el acontecimiento sacramental, bajo las especies del pan y del vino. Cómo puede hacerse objetivamente presente, cada vez el mismo, un acontecimiento pasado, siempre será un misterio; que se ilumina un poco al considerar que las acciones de Cristo, como acciones del Hijo de Dios, se adentran en la eternidad y adquieren carácter de perennidad; y su ofrenda está siempre presente ante el acatamiento de Dios en favor nuestro (Heb 9,24) Y se nos aplica continuamente por su re-presenciación sobre el altar.
Así, pues, la misa es el don que Cristo hace de sí mismo al Padre, el supremo homenaje sacrificial tributado a Dios, que acontece ahora de manera sacramental; no hay que imaginar un nuevo sacrificio: Jesús se totaliza y eterniza en su oblación y la re-expresa en el memorial instituido por El y que los ministros de la Iglesia celebran en su nombre. Es un nuevo aspecto, una nueva presencia del único sacrificio ofrecido por Cristo "una vez para siempre", en el ara de la cruz.
B- Sacrificio de la Iglesia
La Eucaristía es el sacrificio de Cristo. Es también el sacrificio de la Iglesia. La plegaria eucarística o Canon Romano, dice inmediatamente después de la consagración: "Por eso Señor nosotros tus siervos y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo... te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo. . .".
El sacrificio cruento de la cruz realizado ahora incruentamente por mandato del mismo Cristo, en memoria de su muerte y resurrección, adquiere en la misa la forma cultual de la Iglesia, se. actualiza bajo la forma simbólica de un sacrificio cultual. Mediante la oblación litúrgica, los cristianos se integran al sacrificio de Cristo, y por medio de la participación en el sacrificio son cristificados y conducidos al Padre.
La misa es un sacrificio-banquete. Con la comida de la víctima, que simboliza la entrega sacrificial de Jesús, termina la acción eucarística. Al igual que los alimentos pierden su propio ser para hacer posible nuestra existencia, así también Jesús entrega su existencia terrena para entrar en nosotros y proporcionarnos la comunión con El. De esta manera la acción de comer el banquete lleva a la meta el sacrificio de la Iglesia, pues todo sacrificio tiene como fin último la comunión con Dios. En la comunión somos integrados a la ofrenda de Jesús y llevados al Padre.
La Eucaristía es pues, sacrificio de la Iglesia, no sólo porque ella ofrece a Cristo, sino también porque la Iglesia se ofrece a sí misma y expresa sU actitud sacrificial en los signos externos del pan y del vino, que presenta como fruto del trabajo del hombre, y que han de ser pan de vida y bebida de salvación. Todos los fieles ofrecen con el sacerdote que preside, ordenado sacramentalmente para este fin, la víctima divina y se ofrecen a sí mismos en unión con Cristo, como ofrenda agradable a Dios. En la misa "acto de Cristo y de la Iglesia" (Vat. II, P.O. 13) "la Iglesia aprende a ofrecerse a sí misma como universal sacrificio". En este sacrificio universal la Iglesia reúne sus luchas y sus sufrimientos, sus penas y dolores. El pan y el vino llevan la marca dolorosa de las rupturas, de las separaciones, de las divisiones; pero llevan también el hambre de vida, de amistad, de unión, de alegría que anima a todos los oferentes que se congregan como el pan y el vino son reunidos de muchos granos y de muchas uvas para ser signos de fuerza y de unidad. La Eucaristía es la pascua permanente de la Iglesia: en ella, al actualizar la muerte y resurrección de Cristo, vive la Iglesia su propia muerte y resurrección.
II. DON DE DIOS AL HOMBRE
San Juan pondera el amor de Dios al hombre diciendo que "tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en El no perezca sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). El mismo evangelista en el capítulo 6 de su evangelio nos dice que el Padre ha entregado su Hijo al mundo como pan verdadero: Pan de la palabra de Dios (32ss), y pan de la carne y la sangre de Cristo para la vida del mundo (51-58).
La misa es la máxima concreción del don que el Padre nos hace y que no es otro que Cristo, como Palabra por la que nos dice todo cuanto tiene que decimos y como carne con que nos alimenta para que tengamos vida eterna. Estas dos formas del don que es Cristo se actualizan en cada misa en la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía.
A- Mesa de la Palabra
La Palabra no es un símbolo cualquiera. Es fundamental como medio connatural de expresión personal y de comunicación con los demás. Dios ha querido comunicarse con nosotros por medio de su Palabra.
El Concilio pidió que "a fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, se abran con mayor amplitud los tesoros de la Biblia" (S.C. 51), petición que ha sido ampliamente acogida en la reforma litúrgica de la misa.
La Iglesia siempre tuvo en gran aprecio la Palabra de Dios. Por ella está Cristo presente el Logos del Padre, y es El quien habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura.
Cuando nos habla, se nos da en su Palabra para que podamos nosotros hablar a Dios, de Dios y con Dios. En ella nos pone de presente todas las maravillas de la obra salvadora: cómo Dios ha ido revelando su misterio escondido por los siglos, hasta manifestado plenamente en Cristo, plenitud de la revelación, por quien el Padre nos ha hablado en esta etapa final (Heb 1,1-2) y por quien realiza de manera perfecta la obra de la salvación. Si conocemos algo de Dios es porque El mismo se nos ha revelado, manera muy humana de darse a los hombres, a través de su Palabra.
La Palabra de Dios que se nos proclama con su propia centralidad en cada misa nos revela la voluntad de Dios, nos entrega en palabras exigentes los planes de Dios. Se nos comunica como ley y norma de vida, como revelación del sentido de las cosas y de los acontecimientos. y va exigiendo una respuesta de fe, el "homenaje del entendimiento y de la voluntad" que sólo podemos dar con la gracia del Espíritu Santo.
La Palabra de Dios es acción dinámica y eficaz que transforma al hombre, que hace lo que dice: "Dijo Dios y fue hecho" (Cf Gen 1). Por eso debe ser escuchada con reverencia, acogida y creída.
Cuando el Verbo se hace carne, Dios nos habla desde la carne. Cristo ya no nos da la Palabra de Dios como los profetas, a quienes se dirige la Palabra, sino como quien es El mismo la Palabra, que enseña con autoridad. Nos da su Palabra como semilla para que fructifique en nosotros, para que la acojamos con gozo, la pongamos en práctica y seamos bienaventurados.
Si asumiéramos toda la importancia que tiene la Palabra en la celebración, cuánto cuidado no pondríamos en la preparación de los lectores, en el sonido de nuestras iglesias para que la palabra sea verdaderamente proclamada con claridad y escuchada y acogida con fe y devoción, con apertura de mente y corazón. La Palabra de Dios que es don, es a la vez exigencia: pide una respuesta que enraíce en la vida y dé frutos de buenas obras.
B- Mesa de la Eucaristía
En la misa se nos sirve, además de la mesa de la Palabra, la mesa de la carne y de la sangre de Cristo. "El pan que yo daré, es mi. carne para la vida del mundo" (Jn 6,51).
La Eucaristía es don del amor. San Juan, al comenzar la última cena en que Cristo anticipó su sacrificio y se da sacramentalmente a sus apóstoles, pondera el amor de Cristo diciendo que amó a los suyos hasta el fin, hasta el extremo, hasta el colmo del amor. ¿Cuál fue el extremo de ese amor? Ciertamente su entrega por nosotros a la muerte en la cruz, que el Padre acepta plenamente resucitando a Jesús de entre los muertos.
Si Juan exalta el amor de Cristo antes de narrar los acontecimientos de la última cena, es porque en ésta se hizo ya presente sacramentalmente la muerte de Cristo, manifestación extrema de su amor (Jn 15,13): "esto es mi cuerpo entregado por vosotros" (1 Cor 11,24).
En la Eucaristía, renovación de la cena, continúan presentes sacramentalmente la muerte y resurrección de Cristo. En ella, por la comunión Cristo se nos da, como se dio a sus apóstoles; lo entregado en la cruz por nosotros, es en la misa entregado para nosotros: "tomad y comed; tomad y bebed". La Iglesia ofrece el sacrificio recibiéndolo, comiendo de la víctima, comulgando con ella. La comida es especialmente apta para expresar la donación, la entrega por los otros, la comunidad con ellos. Cristo está en la Eucaristía para ser comido: este es el fin último de los signos del banquete: pan y vino,
En la comunión que Cristo nos da y en la que se nos da, nos apropiamos en la forma más íntima la oblación de Jesús y con El somos llevados hacia el Padre. Su presencia real hace posible el más profundo encuentro con El, con la totalidad de su vida condensada en el signo sacramental. Al comerlo recibimos la vida divina que El ha recibido del Padre.
La misa es banquete-sacrificial es sacrificio instituido en forma de comida. Es el sacrificio en el que Cristo quiere damos a comer su carne y a beber su sangre. La comunión es pues, la participación plena en el sacrificio. Sacrificio y comunión son por lo tanto aspectos inseparables del mismo misterio. Sólo quien come puede decir que ha participado plenamente del sacrificio. No debería haber sacrificio sin comunión. ¿Cómo despreciar a la víctima que extiende la mano para decimos: tomad y comed, tomad y bebed?
La comunión al damos a Cristo como alimento, nos transforma en El. El, que es más fuerte, nos asume, nos cristifica: "el que me come, vivirá por mí". Cuando comulgamos, podemos decir con toda razón como San Pablo:, "ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí... el Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Nos transforma santificándonos: el don de la Eucaristía es para nuestra santificación. Nos unimos con el que es santo para hacemos santos, agradables a Dios. La santidad no es otra cosa que la vida de Dios en nosotros, y "el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna" (Jn 6,54).
El don eucarístico al unimos a Cristo, nos une a todos los que están en Cristo. La comunión. es el signo que expresa y realiza la unión de todos los miembros de Cristo. Comulgar es dejamos unir por aquel que sigue ofreciéndose por todos nosotros, es Koinonía (comunión) de todos con Cristo y de Cristo con todos; es unimos en el alimento y en la vida que el alimento nos da, para realizar juntos las acciones que la comunión exige: unidad, solidaridad, entrega sacrificada por el hermano. La comunión es la expresión más privilegiada, auténtica y visible de la comunidad interna de la Iglesia. La comunión eucarística expresa y realiza la unión en el amor, en virtud de aquél que se da como comida para realizar la unión en el amor. Comulgar con Cristo es comulgar con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por eso la comunión es máximo signo de pertenencia a la Iglesia.
¿Cómo es que tantos cristianos celebran la misa y al momento de la comunión permanecen indiferentes, sordos a la llamada de Cristo: "si no coméis la carne del Hijo del hombre no tendréis vida en vosotros?" (Jn 6,53).
III. MISA Y MISION
Misa quiere decir despedida. Significa también misión. El sacerdote despide a los que han participado en la eucaristía y los envía a ser mensajeros de paz. Pero si bien la celebración de la eucaristía en el templo, termina, no así, el compromiso de continuar su celebración con la vida toda. La misa es también compromiso.
Cristo se ha ofrecido en la cruz "de una vez para siempre" y los frutos de su sacrificio ya han sido en principio adquiridos; pero es preciso que todos los que forman su cuerpo continúen en la lucha, porque la unidad, la paz, la solidaridad, la fraternidad entre los hombres, todavía: no son una realidad. Nos queda "completar en la carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24). La realidad significada por la eucaristía debe ser producida, vivida, debe concretarse fuera del templo. ¿Por qué si la Eucaristía significa tantas cosas grandes y es tan exigente, las comunidades no se renuevan después de la Eucaristía? no hay más razón sino que falta disposición y responsabilidad para aceptar la misión.
La Eucaristía es presencia del sacrificio de Cristo. La celebramos alegremente porque Cristo ya ha resucitado. Pero está en el centro del sacrificio de la Iglesia, que apenas está de camino, que todavía no ha llegado a la meta. Por eso cada uno de los participantes debe conocer sus propios compromisos y aceptar y acoger responsablemente su propia misión. Cada cristiano es enviado, como Cristo, a restablecer la unidad, a construir la paz, a trabajar por la reconciliación entre los hombres, a compartir con el hermano, a dar su vida como testimonio de su amor. Unirse en la Iglesia, darse la paz y compartir el pan deben ser signos de lo que luego hay que vivir fuera del templo: unión activa y solidaria con el sufrimiento de los hombres; participación efectiva del pan con el hermano que tiene hambre material y espiritual, que está sin trabajo, que vive sin techo, que se encuentra marginado, excluido, relegado, enfermo, vivir intensamente la unidad entre el "sacramento del altar y el sacramento del hermano".
Cuando aceptamos la invitación que Cristo nos hace a comer y beber, comemos un cuerpo entregado y una sangre derramada por todos los hombres, y nos hacemos uno con El, comulgamos con su lucha, su muerte, su victoria. Debemos vivir luego intensamente esa comunión en nuestra existencia personal y social de cada día. Comulgar con el "sacrificio de Cristo" es comulgar con su vida, su misión, su manera de llevar hasta el final el amor y la donación, es ofrecer juntamente con El la propia vida en sacrificio: el sacrificio que exige cada día el amor a Dios y el amor a los hermanos.


BIBLIOGRAFIA:
J. Auer, Sacramento de la Eucaristía, Herder, Barcelona 1982; J. De Baciochi, La Eucaristía, Herder, Barcelona 1969; M. Thurian, La Eucaristía, Sígueme, Salamanca, 1966; J. Betz, La Eucaristía Misterio Central, Myst. Sal, Vol. IV, T.2, Cristiandad, Madrid 1975; D. Borobio, Eucaristía para el Pueblo, Desclée, Bilbao, 1981; A. Fermet, La Eucaristía, Sal Terrae, Santander, 1980; La Eucaristía en la Biblia, Cuadernos Bíblicos 37, Verbo Divino, Estella, 1982.

sábado, 17 de julio de 2010

La pérdida de la confesión




El texto que sigue, es el de una conferencia pronunciada por el Card. Meisner, Arzopispo de Colonia, con el título "Conversíón y misión", en ocasión del cierre del Año Sacerdotal. En 15 puntos trata, en especial, el tema de la confesión sacramental, su importancia tanto para el sacerdote que imparte el sacramento, como para el fiel que se acerca a él.No se deje vencer por la extensión del texto (no es tan largo) y verá que tendrá tema para cuestionarse después de leerlo. ¡Queridos hermanos! Ciertamente no trataré de brindaros una nueva exposición sobre la teología de la penitencia y de la misión. Pero quisiera dejarme guiar por el mismo Evangelio, junto a vosotros, hacia la conversión, para luego ser enviados por el Espíritu Santo a llevar a los hombres la buena noticia de Cristo. En este camino, quisiera ahora recorrer con vosotros quince puntos de reflexión. 1. Debemos convertirnos nuevamente en una “Iglesia en camino a los hombres” (Geh-hin-Kirche), como le gustaba decir a mi predecesor, el entonces Arzobispo de Colonia, el cardenal Joseph Höffner. Esto, sin embargo, no puede ocurrir por un mandato. A esto nos debe mover el Espíritu Santo. Una de las pérdidas más trágicas que nuestra Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es la pérdida del Espíritu Santo en el sacramento de la Reconciliación. Para nosotros, los sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil interior. Cuando los fieles cristianos me preguntan: “¿Cómo podemos ayudar a nuestros sacerdotes?”, entonces siempre respondo: “¡Id a confesaros con ellos!”. Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un trabajador social religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del éxito pastoral más grande, es decir, cuando puede colaborar para que un pecador, también gracias a su ayuda, deje el confesionario siendo nuevamente una persona santificada. En el confesionario, el sacerdote puede echar una mirada al corazón de muchas personas y de esto le surgen impulsos, estímulos e inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo. 2. A las puertas de Damasco, un pequeño hombre enfermo, san Pablo, es tirado al suelo y queda ciego. En la segunda Carta a los Corintios, él mismo nos habla de la impresión que sus adversarios tenían de su persona: era físicamente insignificante y de retórica débil (cfr. 2 Cor 10,10). A las ciudades del Asia Menor y de Europa, sin embargo, a través de este pequeño hombre enfermo, será anunciado, en los años venideros, el Evangelio. Las maravillas de Dios no ocurren nunca bajo los “reflectores” de la historia mundial. Estas se realizan siempre a un lado; precisamente, a las puertas de la ciudad como también en el secreto del confesionario. Esto debe ser para todos nosotros un gran consuelo, para nosotros que tenemos grandes responsabilidades pero, al mismo tiempo, somos conscientes de nuestras, a menudo limitadas, posibilidades. Forma parte de la estrategia de Dios: obtener, mediante pequeñas causas, efectos de grandes dimensiones. Pablo, derrotado a las puertas de Damasco, se convierte en el conquistador de las ciudades del Asia Menor y de Europa. Su misión es la de reunir a los llamados en la Iglesia, dentro de la “Ecclesia” de Dios. Aún si – vista desde fuera – es sólo una pequeña y oprimida minoría, es impulsada desde dentro, y Pablo la compara al cuerpo de Cristo, más aún, la identifica con el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Esta posibilidad de “recibir de las manos del Señor”, en nuestra experiencia humana, se llama “conversión”. La Iglesia es la “Ecclesia semper reformanda” y, en ella, tanto el sacerdote como el obispo son un “semper reformandus” que, como Pablo en Damasco, deben ser tirados a tierra desde el caballo siempre de nuevo para caer en los brazos de Dios misericordioso, que luego nos envía al mundo. 3. Por eso no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para poder mostrarla más atractiva. ¡No basta! Tenemos necesidad de un cambio del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo cambiar el mundo, no un ingeniero de estructuras eclesiásticas. El sacerdote, a través de su ser en el estilo de vida de Jesús, está de tal modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el sacerdote, se hace perceptible para los otros. En Juan 14, 23, leemos: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. ¡Esto no es sólo una bella imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote. Ciertamente, Dios es omnipresente. Dios habita en todos lados. El mundo es como una gran iglesia de Dios, pero el corazón del sacerdote es como un tabernáculo en la iglesia. Allí, Dios habita de un modo misterioso y particular. 4. El mayor obstáculo para permitir que Cristo sea percibido por los otros a través nuestro es el pecado. Este impide la presencia del Señor en nuestra existencia y, por eso, para nosotros no hay nada más necesario que la conversión, también en orden a la misión. Se trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la Penitencia. Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse “en su casa” en ambos lados de la rejilla del confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo. En la oración sacerdotal, Jesús habla a los suyos y a nuestro Padre celestial de esta identidad: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad” (Jn. 17,15-17). En el sacramento de la Penitencia, se trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos guste enfrentar la verdad? 5. Ahora debemos preguntarnos: ¿no hemos experimentado todavía la alegría de reconocer un error, admitirlo y pedir perdón a quien hemos ofendido? “Me levantaré e iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti” (Lc 15,18). ¿No conocemos la alegría de ver, entonces, cómo el Otro abre los brazos como el padre del hijo pródigo: “su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó” (Lc 15,20)? ¿No podemos imaginar, entonces, la alegría del padre, que nos ha vuelto a encontrar: “Y comenzó la fiesta” (Lc 15,24)? Si sabemos que esta fiesta es celebrada en el Cielo cada vez que nos convertimos, ¿por qué, entonces, no nos convertimos más frecuentemente? ¿Por qué – y aquí hablo de un modo muy humano – somos tan mezquinos con Dios y con los santos del Cielo al punto de dejarlos tan raramente celebrar una fiesta por el hecho de que nos hemos dejado abrazar por el corazón del Señor, del Padre? 6. A menudo no amamos este perdón explícito. Y, sin embargo, Dios nunca se muestra tanto como Dios como cuando perdona. ¡Dios es amor! ¡Él es el donarse en persona! Él da la gracia del perdón. Pero el amor más fuerte es aquel amor que supera el obstáculo principal al amor, es decir, el pecado. La gracia más grande es el ser perdonados (die Begnadigung), y el don más precioso es el darse (die Vergabung), es el perdón. Si no hubiese pecadores, que tuvieran más necesidad del perdón que del pan cotidiano, no podríamos conocer la profundidad del Corazón divino. El Señor lo subraya de modo explícito: “Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc. 15,7). ¿Cómo es posible – preguntémonos una vez más – que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el Cielo, suscita tanta antipatía sobre la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse sobre sí. En realidad, ¿qué preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o aparentar estar sin pecado, viviendo en la ilusión de presumirnos justos, dejando de lado la manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos de nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la han vivido los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre nuestra indignidad y la magnificencia de Dios. 7. El fin de la confesión no es que nosotros, olvidando los pecados, no pensemos más en Dios. La confesión nos permite el acceso a una vida donde no se puede pensar en nada más que en Dios. Dios nos dice en el interior: “La única razón por la que has pecado es porque no puedes creer que yo te amo lo suficiente, que estás realmente en mi corazón, que encuentras en mí la ternura de la que tienes necesidad, que me alegro por el mínimo gesto que me ofreces, como testimonio de tu consentimiento, para perdonarte todo aquello que me traes en la confesión”. Sabiendo de tal perdón, de tal amor, entonces seremos inundados de alegría y de gratitud. De este modo, perderemos progresivamente el deseo del pecado, y el sacramento de la Reconciliación se convertirá en una cita fija de la alegría en nuestra vida. Ir a confesarse significa hacer un poco más cordial el amor a Dios, sentir, decir y experimentar eficazmente, una vez más – porque la confesión no es estímulo sólo desde el exterior –, que Dios nos ama; confesarse significa recomenzar a creer – y, al mismo tiempo, a descubrir – que hasta ahora nunca hemos confiado de modo suficientemente profundo y que, por eso, debemos pedir perdón. Frente a Jesús, nos sentimos pecadores, nos descubrimos pecadores, que hemos dejado de lado las expectativas del Señor. Confesarse significa dejarse elevar por el Señor a su nivel divino. 8. El hijo pródigo abandona la casa paterna porque se ha vuelto incrédulo. Ya no tiene confianza en el amor del Padre, que lo satisface, y exige su parte de herencia para resolver por sí sólo todo lo que a él concierne. Cuando se decide a volver y pedir perdón, su corazón está aún muerto. Cree que ya no será amado, que ya no será considerado hijo. Vuelve sólo para no morir de hambre. ¡Esto es lo que llamamos contrición imperfecta! Pero hacía tiempo que el padre lo esperaba. Hacía tiempo que no tenía pensamiento que le diera más alegría que el de creer que el hijo podría volver un día a casa. Tan pronto lo ve, corre al encuentro, lo abraza, no le da tiempo ni siquiera para terminar su confesión, y llama a los sirvientes para hacerlo vestir, alimentar y curar. Dado que se le muestra un amor tan grande, el hijo, en ese momento, comienza también a sentirlo nuevamente, dejándose colmar. Un arrepentimiento inesperado le sobreviene. Esta es la contrición perfecta. Sólo cuando el padre lo abraza, él mide toda su ingratitud, su insolencia y su injusticia. Sólo entonces retorna verdaderamente, se vuelve a convertir en hijo, abierto y confidente con el padre, reencuentra la vida: “Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc. 15,32), dice el padre, al respecto, al hijo que había permanecido en la casa. 9. El hijo mayor, “el justo”, ha vivido un cambio similar – así, al menos, quisiéramos esperar que continúe la parábola. El caso de este hijo es, sin embargo, mucho más difícil. ¡No se puede decir que Dios ama a los pecadores más que a los justos! Una madre ama a su niño enfermo, al que dirige sus cuidados particulares, no más que a los niños sanos, a los que deja jugar solos, a los que expresa su amor – no ciertamente menor - pero de modo diverso. Mientras las personas rechazan reconocer y confesar los propios pecados, mientras siguen siendo pecadores orgullosos, Dios prefiere a los humildes pecadores. Tiene paciencia con todos. El Padre tiene paciencia también con el hijo que se ha quedado en la casa. Le ruega y le habla con bondad: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc. 15,31). El perdón de la insensibilidad del hijo mayor no es expresado aquí pero está implícito. ¡Qué grande debe ser la vergüenza del hijo mayor frente a tal clemencia! Había previsto todo pero no ciertamente esta humilde ternura del padre. De repente, se encuentra desarmado, confundido, copartícipe de la alegría común. Y se pregunta cómo pudo pensar en quedarse a un lado, cómo pudo, aunque por un solo instante, preferir ser infeliz solo mientras todos los otros se amaban y se perdonaban mutuamente. Afortunadamente, el padre está allí y lo trata a tiempo. Afortunadamente, ¡el padre no es como él! Afortunadamente, el padre es mucho mejor que todos los otros juntos. Sólo Dios puede perdonar los pecados. Sólo Él puede realizar este gesto de gracia, de alegría y de abundancia de amor. Por eso, el sacramento de la Penitencia es la fuente de permanente renovación y de revitalización de nuestra existencia sacerdotal. 10. Por eso, para mí, la madurez espiritual de un candidato al sacerdocio, para recibir la ordenación sacerdotal, se hace evidente en el hecho de que reciba regularmente – al menos, en la frecuencia de una vez al mes – el sacramento de la Reconciliación. De hecho, es en el sacramento de la Penitencia donde encuentro al Padre misericordioso con los dones más preciosos que ha de dar, y esto es el donarse (Vergabung), el perdón y la gracia. Pero cuando alguno, a causa de su falta de frecuencia de confesión, dice al Padre: “¡Ten para ti tus preciosos dones! Yo no tengo necesidad de ti y de tus dones”, entonces deja de ser hijo porque se excluye de la paternidad de Dios, porque ya no quiere recibir sus preciosos dones. Y si ya no es más hijo del Padre celestial, entonces no puede convertirse en sacerdote, porque el sacerdote, a través del bautismo, es antes que nada hijo del Padre y, luego mediante la ordenación sacerdotal, es con Cristo, hijo con el Hijo. Sólo entonces podrá ser realmente hermano de los hombres. 11. El paso de la conversión a la misión puede mostrarse, en primer lugar, en el hecho de que yo paso de un lado al otro de la rejilla del confesionario, de la parte del penitente a la parte del confesor. La pérdida del sacramento de la Reconciliación es la raíz de muchos males en la vida de la Iglesia y en la vida del sacerdote. Y la así llamada crisis del sacramento de la Penitencia no se debe sólo a que la gente no vaya más a confesarse sino a que nosotros, sacerdotes, ya no estamos presentes en el confesionario. Un confesionario en que el está presente un sacerdote, en una iglesia vacía, es el símbolo más conmovedor de la paciencia de Dios que espera. Así es Dios. Él nos espera toda la vida. En mis treinta y cinco años de ministerio episcopal conozco ejemplos conmovedores de sacerdotes presentes cotidianamente en el confesionario, sin que viniera un penitente; hasta que, un día, el primer o la primera penitente, después de meses o años de espera, se hizo finalmente presente. De este modo, por así decir, se ha desbloqueado la situación. Desde ese momento, el confesionario empezó a ser muy frecuentado. Aquí el sacerdote está llamado a poner de su parte todos los trabajos exteriores de planificación de la pastoral de grupo para sumergirse en las necesidades personales de cada uno. Y aquí debe, sobre todo, escuchar más que hablar. Una herida purulenta en el cuerpo sólo puede sanar si puede sangrar hasta el final. El corazón herido del hombre puede sanar sólo si puede sangrar hasta el final, si puede desahogar todo. Y se puede desahogar sólo si hay alguien que escucha, en la absoluta discreción del sacramento de la Reconciliación. Para el confesor es importante, primero que nada, no hablar sino escuchar. ¡Cuántos impulsos interiores experimenta y recibe el sacerdote, precisamente en la administración del sacramento de la confesión, que le sirven para su seguimiento de Cristo! Aquí puede sentir y constatar cuánto más avanzados que él, en el seguimiento de Cristo, están los simples fieles católicos, hombres, mujeres y niños. 12. Si nos falta en gran parte este ámbito esencial del servicio sacerdotal, entonces caemos fácilmente en una mentalidad funcionalista o en el nivel de una mera técnica pastoral. Nuestro estar a ambos lados de la rejilla del confesionario nos lleva, a través de nuestro testimonio, a permitir que Cristo se haga perceptible para el pueblo. Para decirlo claramente, con un ejemplo negativo: quien entra en contacto con el material radioactivo, también él se vuelve radioactivo. Si luego se pone en contacto con otro, entonces también -éste quedará igualmente infectado por la radioactividad. Pero ahora volvamos al ejemplo positivo: aquellos que entran en contacto con Cristo, se vuelven “Cristo-activos”. Y si, entonces, el sacerdote, siendo “Cristo-activo”, se pone en contacto con otras personas, éstas ciertamente serán “infectadas” por su “Cristo-actividad”. Ésta es la misión, así como fue concebida y estuvo presente desde el comienzo del cristianismo. La gente se reunía en torno a la persona de Jesús para tocarlo, aunque sólo fuera el borde de su manto. Y quedaban sanados incluso cuando esto ocurría mientras Él estaba de espaldas: “porque salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc. 6,19). 13. Con nosotros, en cambio, con frecuencia las personas huyen, ya no buscan nuestra cercanía para entrar en contacto con nosotros. Por el contrario, como dije, se nos escapan. Para evitar que esto suceda, debemos plantearnos la pregunta: ¿con quién entran en contacto cuando se ponen en contacto conmigo? ¿Con Jesucristo, en su infinito amor por la humanidad, o bien con alguna privada opinión teológica o alguna queja sobre la situación de la Iglesia y del mundo? A través de nosotros, ¿entran en contacto con Jesucristo? Si este es el caso, entonces las personas tendrán vida. Hablarán entre ellas de tal sacerdote. Se expresarán sobre él con términos similares: “Con él sí se puede hablar. Me entiende. Realmente puede ayudar”. Estoy profundamente convencido de que la gente tiene una profunda nostalgia de tales sacerdotes, en los cuales pueden encontrar auténticamente a Cristo, que los hace libres de todos los lazos y los vincula a su Persona. 14. Para poder perdonar realmente, tenemos necesidad de mucho amor. El único perdón que podemos conceder realmente es el que hemos recibido de Dios. Sólo si experimentamos al Padre misericordioso, podemos hacernos hermanos misericordiosos para los otros. Aquel que no perdona, no ama. Aquel que perdona poco, ama poco. Quien perdona mucho, ama mucho. Cuando dejamos el confesionario, que es el punto de partida de nuestra misión, tanto de un lado como del otro de la rejilla, entonces se quisiera abrazar a todos, para pedirles perdón y esto ocurre especialmente después de habernos confesado. Yo mismo he experimentado de forma tan gratificante el amor de Dios que perdona, como para poder solamente pedir con urgencia: “¡Acoge también tú su perdón! Toma una parte del mío, que ahora he recibido en sobreabundancia. ¡Y perdóname que te lo ofrezca tan mal!”. Con la confesión se vuelve dentro del mismo movimiento del amor de Dios y del amor fraterno, en la unión con Dios y con la Iglesia, del cual nos había excluido el pecado. Si Dios nos ha enseñado a amar de un modo nuevo, podemos y debemos amar a todos los hombres. Si no fuese así, sería un signo de que no nos hemos confesado bien y que, por lo tanto, deberíamos confesarnos de nuevo. Probablemente, el más grande sacerdote confesor de nuestra Iglesia es el Santo Cura de Ars. Gracias a él tenemos el Año Sacerdotal y, por lo tanto, nuestro actual encuentro como sacerdotes y obispos con el Santo Padre aquí en Roma. Con este santo párroco he reflexionado sobre el misterio de la santa confesión ya que su ministerio cotidiano de la reconciliación, en el confesionario de Ars, ha hecho que se convirtiera en un gran misionero para el mundo. Se ha dicho que, como sacerdote confesor, ha vencido espiritualmente a la Revolución francesa. Lo que me ha inspirado este diálogo espiritual con Juan María Vianney, lo he dicho aquí. Sin embargo, me ha recordado también algo muy importante. 15. ¡Amamos a todos, perdonamos a todos! ¡Hay que prestar atención, sin embargo, a no olvidar a una persona! Existe un ser, de hecho, que nos desilusiona y nos pesa, un ser con el que estamos constantemente insatisfechos. Y somos nosotros mismos. Con frecuencia tenemos bastante de nosotros. Estamos hartos de nuestra mediocridad y cansados de nuestra misma monotonía. Vivimos en un estado de ánimo frío e incluso con una increíble indiferencia hacia este prójimo más próximo que Dios nos ha confiado para que le hagamos tocar el perdón divino. Y este prójimo más próximo somos nosotros mismos. Está dicho, de hecho, que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cfr. Lv. 19,18). Por lo tanto, debemos amarnos también a nosotros mismos así como tratamos de amar a nuestro prójimo. Entonces debemos pedir a Dios que nos enseñe que debemos perdonarnos: la rabia de nuestro orgullo, las desilusiones de nuestra ambición. Pidamos que la bondad, la ternura, la paciencia y la confianza indecible con la que Él nos perdona, nos conquiste hasta el punto de que nos liberemos del cansancio de nosotros mismos, que nos acompaña por todas partes, y con frecuencia incluso nos causa vergüenza. No somos capaces de reconocer el amor de Dios por nosotros sin modificar también la opinión que tenemos de nosotros mismos, sin reconocer a Dios mismo el derecho de amarnos. El perdón de Dios nos reconcilia con Él, con nosotros, con nuestros hermanos y hermanas, y con todo el mundo. Nos hace auténticos misioneros. ¿Lo creéis, queridos hermanos? ¡Probadlo, hoy mismo! + Joachim Card. Meisner Arzobispo de Colonia(Fuente: La Bohardilla de Jerónimo)